Permiso para matar
EL PERMISO extendido por las autoridades israelíes a sus fuerzas de seguridad para disparar contra los terroristas judíos cogidos en flagrante delito viene a facilitar de rebote la notable información de que durante todos estos años el Tsahal -Ejército israelí- había tenido prohibido actuar en esa forma. Así es mucho más fácil entender cómo pudo producirse la matanza del pasado 25 de febrero, en la que un colono, criminal pero no necesariamente loco, segó la vida de varias docenas de palestinos que oraban en la mezquita de Hebrón. Que participaran soldados israelíes no está probado, aunque existen indicios para sospecharlo. Pero, en todo caso, la pasividad de los miembros del Ejército israelí puede calificarse de complicidad. La ilegalización de dos grupos terroristas judíos, ante la evidencia de que bulle la disidencia asesina para hundir un ya malherido proceso de paz, pone de relieve el gran obstáculo que constituyen los 110.000 o más colonos israelíes instalados en los territorios ocupados. Es un paso en el buen sentido, pero deberá completarse con protección internacional para los palestinos mientras se realiza el imprescindible desmantelamiento de estos asentamientos, cuya mera existencia es un grave obstáculo para el proceso de paz.
En el acuerdo de Washington de septiembre pasado se dejaron deliberadamente muchas cosas por resolver. Aunque en aquel momento no se expresara claramente que el fin del proceso sólo puede conducir a la creación de una entidad política palestina, así lo entendió la opinión pública mundial.
Es comprensible que Israel no comience hoy mismo una retirada civil y militar cuando queda tanto por acordar, pero lo es menos que el Gobierno de Rabin no piense en alimentar el proceso dando garantías, anunciando planes, estableciendo sistemas -como la incentivación de bajas voluntarias- para la evacuación del colonato, e incluso mucho menos que el Gobierno laborista, que ha dejado de autorizar nuevas colonias en los territorios, siga financiando la ocupación de aquellas que habían sido aprobadas por el Gobierno anterior de los ultras del Likud.
Entre tanto, para que la reanudación de las conversaciones con la OLP tenga algún sentido es necesario que el poder israelí de muestras de que se esfuerza por comportarse como un Estado de derecho tanto para los de dentro como para los de fuera. El grupo israelí B'Tselem, organización defensora de los derechos humanos, da cuenta de que, entre 1988 y 1992, la muerte de 62 palestinos a manos israelíes ha provocado una única condena por asesinato, y que sólo en siete ocasiones durante ese periodo los israelíes implicados vieron sus vidas en peligro.
Si alguna vez ha de ser verdad que el movimiento se demuestra andando es, precisamente, ahora. No basta con que Rabin y el líder palestino, Arafat, avancen en el reparto de responsabilidades en puestos de policía, que arbitren el número de soldados que cuiden de esta u otra seguridad nacional, que amartillen cláusulas de reaseguro para que el barco de la paz siga a flote. Son precisas medidas inmediatas, concretas y eficaces para que el pueblo palestino pueda creer que lo de la paz es más que una charada; y esas decisiones sólo pueden proceder de la parte israelí.
Si Tel Aviv sigue teniendo interés en que el líder de la OLP -hoy no exactamente el más extremista de los palestinos- siga conduciendo a su pueblo hacia la cohabitación con Israel, habría que pensar en echarle alguna vez un cable. La renuncia a la distinción entre terroristas propios y ajenos es un paso adelante, aunque llegue con varias generaciones de retraso, pero también es el principio del principio. Es a Israel a quien le toca jugar ahora si de verdad quiere que la opinión pública internacional se tome en serio eso de que persigue una paz justa en la zona.
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