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Tribuna
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Lucha, de personas

Tan permisivos, tan liberales como somos para las conductas privadas de los personajes públicos y tan mojigatos, tan monjiles, para sus ambiciones políticas: un político verá caer sobre sus espaldas toda una caterva de predicadores si muestra una brizna de eso que llaman ansia de poder. Hasta no faltan políticos -y no de los menos relevantes- que no paran de dar la tabarra con el cuento de que ellos, como no son políticos, como están allí, en la política, por alguna especie de no se sabe qué misión trascendental, casi mística, lo que desean de verdad es ser maestros de escuela, y ponen los ojos en blanco como si se tratara de una meta inaccesible. Nuestra ancestral convicción de que la política es un terreno nauseabundo, de la que ya dieron buena muestra los intelectuales de la generación del desastre y los dictadores que les siguieron -haga como yo, no se meta en política, decía Franco- entraña precisamente una descalificación moral de quien desea competir abiertamente, a la luz del día y proclamándolo sin rubor, por el poder.Tal vez sea esa consideración de la política como un campo minado por el que sólo avanzan personas ambiciosas y sin escrúpulos lo que mueva a tanto moralista a lamentar la ausencia de un debate de ideas, sustituido -añaden- por una vergonzosa lucha de personas. ¿Para cuándo el debate de ideas? se preguntan, con la seguridad de que la nobleza de tal debate sería el único paliativo para la vulgaridad de la competición por el poder. ¿Cómo es que, entre tanta lucha personal, no se abordan las cuestiones que de verdad preocupan a los ciudadanos? Insisten, dando por descontado que lo que inquieta a los ciudadanos es alguna gran idea que guíe el futuro y que no les importa, o no demasiado, el nombre de la persona que vaya a administrar el presente. Pero la democracia, como escribía Paolo Rossi, requiere una elevada capacidad para vivir sin ilusiones y deja escaso espacio para las utopías y para la idea de una total regeneración. Por fortuna, ha pasado -aunque habrá que tocar madera- la edad de las grandes ideas emancipadoras, de las que nuestro siglo ha sido tan cruelmente prolífico. Hoy sólo movilizan las creencias: en la nación, en Alá, en Jehová, pero ideas, lo que se dice ideas, como las que nuestros nostálgicos de la razón universal echan tan a faltar, no han vuelto a germinar desde que Europa se llenó de cementerios para enterrar a los millones de muertos de la segunda guerra de los treinta años, cuando abundaban las generosas ideas de emancipación por las que merecía la pena morir o matar.

Si la democracia puede y debe pasarse de grandes ideas movilizadoras, no puede prescindir de personas que compiten abiertamente, diciéndolo, presentando su nombre y su biografía, por el poder. Es más, si se apuran las cosas y se archivan las esencias inmateriales, la democracia consiste poco más que en eso, en que haya una oferta de personas de diferente pelaje e historial compitiendo por el poder pacíficamente, de acuerdo con reglas establecidas y aceptadas por todos. Si ese surtido, por cualquier razón, se interrumpiera de tal modo que la competencia terminara por desaparecer, con ella se habría desvanecido también la democracia y sólo quedaría espacio para dictadores o para líderes carismáticos, que no compiten por el poder, sino que se limitan a ejercerlo.

Los políticos sólo ansían el poder, dicen, como para descalificarlos. Pues, bueno, mientras luchen por el poder y no pretendan salvarnos la vida con grandes ideas, o usen las ideas -de izquierda, faltaría más- para ocultar su miseria como personas, todo va bien, porque lo que importa de verdad en un debate político en el que las enfrentadas posiciones ideológicas de los contendientes gozan de idéntica legitimidad es quién, en qué y cómo va a gastar el dinero público. Cuando, se trata de elegir a alguien entre varios, se discute de personas, claro está, de su historia, de su gestión, de sus propósitos, ¿de qué otra cosa habría que discutir?

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