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Un crimen por escrito

Cuando tenemos un cadáver en las manos lo propio es identificar al asesino. No sabemos si las conversaciones de paz israelo-palestinas han fallecido ya o es posible revivirlas como al monstruo de Frankenstein. Ni siquiera si su reanudación apenas inminente mantendría con vida el espíritu de Washington, el de aquel apretón de manos entre Isaac Rabin y Yasir Arafat, que tan sólo hace unos meses nos hablaba del seguro cambio de los tiempos.Establecido que el cuerpo del delito fue la matanza de rieles palestinos en una mezquita de la ciudad de Hebrón, encontraríamos, como en una investigación del hoy hacia el ayer, que el último, mucho más que el primer culpable, ha sido un tal Baruch Goldstein, judío de Nueva York, emigrado hace apenas unos años a Israel, que disputaba a tiros el derecho a la tierra que pisaban a quienes llevan cuando menos unos siglos asentados sin pausa en el país.

Si nos movemos, como en un círculo concéntrico, hacia el exterior de la matanza, convendremos en que sobre el primer ministro Rabin pesa una grave responsabilidad en lo ocurrido, como también sobre sus fuerzas de seguridad, por consentir y perpetuar el caso en que cualquier colono desbocado pueda asesinar la paz. Si junto a Rabin situamos, aunque con responsabilidad atenuada, a Yasir Arafat, tendremos a un duo de negociadores incansables para el error, la tergiversación y el barullo inextricable, incapaces de dar el salto de estadista sobre un mar de sangre hacia la paz. Así veremos cómo crece la rueda de sospechosos

En una mirada aún más envolvente podremos distinguir a un rabino, también norteamericano, que desde Nueva York cocinaba mil venganzas hasta que un día decidió exportar su odio criminal a una tierra varias veces prometida. Meir Kahane, jefe e inspirador de Goldstein hasta su muerte violenta hace cuatro años en la urbe neoyorquina, es el más perfecto de los culpables. Sobre todo para aquellos que prefieren creer obra de lunáticos este medido intento de asesinar la paz.

Cómplices de circunstancia los hay para elegir: un presidente Clinton, quizá atenazado por un escándalo Whitewater, de torpe capacidad de reacción; un secretario de Estado, amable y muy legal, que parece pensar mucho más en el relevo que en el pertinente legado de la Administración pasada; una contumaz impotencia de todas las Europas para pesar en otros ámbitos; una falta de clamor, en suma, en nuestro mundo occidental ante una canallada, de la que lo milagroso es que se haya hecho esperar tanto.

Pero es posible, remontándonos aún más en el tiempo, llegar hasta el origen. Y el origen se llama Menájem Beguin. El primer ministro israelí de buena parte de los años setenta, fue el incansable inventor del desastre que ahora nos ocupa. Con la obra continuadora de su adláter y sucesor, Isaac Shamir, ambos supieron abarrotar la Cisjordania de dinamiteros en potencia.

Los más de 100.000 colonos israelíes armados desde los dientes que hoy habitan más allá del Jordán son la más inteligente, calculada, y fértil apuesta contra el futuro. Cuando Beguin firmaba con el presidente egipcio, Anuar el Sadat, una paz bilateral en 1979 y obtenía la entonces Jaleada evacuación del Sinaí, en realidad se procuraba manos libres para hacer de Cisjordania una bomba de relojería. El nobel de la paz con que ambos fueron agraciados conmemoraba, así, el nacimiento de un crimen aplazado.

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Menájem Beguin vivía en la paz del que se sabe justo, y, por ello, mientras Sadat cobraba el pan de hoy al precio del hambre palestina de mañana, el israelí minaba el terreno con la parsimonia, visión, y certera jugada de un gran devastador de quimeras. Judea y Samaria llamaba, implacable, a Cisjordania. Y quien entonces desechara su previsor ingenio con el gesto que arrumba a los orates sólo hoy sabe cuán equivocado estaba. Así fue como Menájem Beguin nos dejó un crimen por escrito.

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