Diles que no me maten
Su voz tenía fuerza de gravedad; no escuchábamos esa voz: caíamos dentro de ella. Sonaba de un modo completamente verosímil y un poco ensimismada, como si por debajo de cada palabra palpitase un recuerdo lleno de pena. Hablaba despacio, amable y circunspecto, y uno tenía la sensación de estar oyendo, junto a la voz de un hombre mortal, la voz de una comunidad retraída por los padecimientos y, al mismo tiempo, incorporada por la resolución. Tenía aquella voz un poco de oculta arrogancia y a la vez unas briznas de remota congoja. A su manera pudorosa, era una voz fortísima, susurrante y completa. Para decirlo de una sola vez: aquella voz tenía la dignidad y la severidad del mendigo.En la década de los años sesenta, Juan Rulfo había grabado dos relatos de su libro El llano en llamas. En uno de ellos, Diles que no me maten (esa tristísima epopeya de la venganza), la voz del escritor era la voz del más desventurado de sus siempre desventurados personajes. Parecía como si todos los pobres que desfilan fúnebre y lentamente por las historias de Juan Rulfo se hubiesen reunido en asamblea para prestarle a su creador la voz más lastimosa y verdadera, más anhelante y más desengañada de todo México, quizá de toda Iberoamérica, para que justamente con esa voz, y no con otra, fuesen leídos, casi salmodiados, los párrafos de ese relato despacioso e incontenible. Tengo un ejemplar de aquel disco y he visto llorar a unos cuantos adultos mientras escuchaban la voz de Rulfo diciéndole al destino: "Diles que no me maten".
Una mañana de agosto de 1984 viajé desde el centro de México hasta la casa de Juan Rulfo. "Viajar", porque cualquier trayecto dentro de la ciudad de México puede, tragarse dos, tres horas, ya que la elefantiásica capital mexicana congrega a más de veinte millones de habitantes. El crecimiento bárbaro de México DF se explica de modo muy sencillo: la pobreza insoportable de algunas zonas mexicanas arroja diariamente miles de criaturas hacia la capital procedentes de los laberintos del hambre y la fatalidad y en busca de trabajo, de comida, o incluso en busca de limosna. Y ese éxodo, ese exilio, ha reunido en la capital mexicana varios millones de habitantes que nadie sabe de qué viven, cómo se las arreglan para comer unas tortitas de maíz con algunos frijoles dentro. Y, sin embargo, no se van, no regresan a sus localidades de origen: porque en aquellas zonas de donde han emigrado vivían peor aún, es decir, con más humillación. O porque en la capital su humillación es menos opresiva porque consigue ser anónima. También de esta manera clandestina se manifiesta el sentimiento de dignidad de los pobres, que tantas veces es su única riqueza.
Hablé de todo esto con Juan Rulfo en su casa durante casi todo el día. Por su trabajo como antropólogo, y también por su instantánea memoria de ciudadano que no renunció nunca ni a la indicación ni a la piedad, Rulfo conocía muy bien el mapa de la pobreza mexicana. Para explicarme el aluvión constante de emigración interna hacia la capital, me contó que había zonas del país en las que los padres de una familia numerosa vendían a un niño por unos cuantos centenares de dólares, llorando porque ya no lo verían más en esta vida y dolorosamente felices porque al hijo vendido ya nunca le faltaría para comer. Me contó también, muy despacio y con la voz caída en la penumbra de una compasión recatada, que en algunas casas de pobres los padres expulsaban a uno o dos de los niños grandes, cuando ya iban siendo hombrecitos de siete u ocho años, para que se ganasen la vida por sí mismos, ya que en la casa era completamente imposible reunir comida y medicinas para todos. Los niños expulsados se alejaban con lágrimas o cólera, regresaban una o dos veces, eran expulsados de nuevo, hasta que finalmente comprendían que ya no habían de volver a su casa, que ya no tenían casa, que estaban solos en el mundo, y a partir de ese instante se convertían en sirvientes, en limpiabotas, en limosneros, tal vez en pequeños delincuentes veniales, a la espera de que los años les ayudasen a crecer y así quizá poder cruzar clandestinamente la frontera con Estados Unidos de Norteamérica, o emigrar a la capital a integrarse en una abrumadora periferia en donde los aguardaban y los acogían la soledad y una enorme interrogación. Pregunté a Rulfo con inculta curiosidad, tontamente escandalizado, en qué zonas de México sucedían esas abominables desgracias. Me respondió que en varias. Encendió otro de sus innumerables cigarrillos y agregó: "Viaja de verdad, no te tapes los ojos, y lo verás tú mismo".
Viajamos mal. A Iberoamérica solemos viajar mal, con los ojos tapados por los destellos de los agasajos y ofuscados por la conformidad. Nos invitan a los congresos, a las ferias del libro, a las reuniones señaladas en las grandes efemérides culturales, y sólo vemos los hoteles de lujo en donde generosamente nos instalan, los centros culturales de moda, los fragmentos históricos de las ciudades, los museos, las tiendas de exclusivo servicio, las mansiones del cuerpo diplomático, las suculentas librerías. Nuestros anfitriones y nuestra comodidad soñolienta se alían para que nunca recorramos los barrios del barro y del cartón y la uralita. Viajamos mal. No vemos cómo en Colombia les arrancan los ojos a los niños pobres para después, mediante una red de tráfico de órganos de eficacia infernal, trasplantarlos a quien lo pague. Prodigios de la ciencia. Y de igual modo que los ojos, los riñones, incluso el corazón. Prodigios de la ciencia moderna. En Canal + vimos recientemente (nunca fuimos pobres americanos, nunca nos sacaron los ojos: pudimos verlo) un reportaje escalofriante en el que niños colombianos mostraban a la cámara la cicatriz bajo la que había quedado la oquedad de un riñón robado para ponérselo a un millonario anónimo. Otros mostraban, vacías, las cuencas de ambos ojos. Desafueros como ésos han sucedido también en Argentina. En una clínica psiquiátrica situada a unos cien kilómetros de Buenos Aires, y durante 15 años, muchas pacientes, enfermas mentales, fueron violadas; los niños nacidos de esas violaciones eran vendidos a "prósperas. familias de clase media". Cuando se hizo público el horror de aquella inmunda clínica, el portero confesó que "en sus ratos libres se dedicaba a extraer córneas de los ojos de los cadáveres".
Viajamos mal a Iberoamérica. Nunca vemos (no las buscamos) las víctimas del tráfico de órganos, los niños vendidos o expulsados de sus casas por el hambre, las putas de nueve o de diez años que ofrecen sus morritos pintarrajeados a turbios enfermos sexuales, los niños asesinados porque con su mendicidad incomodan a los turistas y enojan a los mercaderes.. Amnistía Internacional (¿lo recuerdan?, durante la dictadura esa institución estaba fuera de la ley y nosotros la defendíamos) acaba de hacer pública una cifra cuya elocuencia es repugnante: en Brasil, y en sólo cuatro años, han sido asesinados 7.000 niños callejeros para que no estorbasen a los comerciantes ni amargasen las vacaciones del turista. También los matan en Colombia. Y los explotan en toda Iberoamérica. Muchos de esos niños, a partir de los cinco años de edad, tienen cara de adultos. Y sus padres, a partir de los cuarenta, tienen cara de ancianos. Chiapas se reproduce como una epidemia en todo aquel subcontinente.
No habría que extrañarse de que los profesionales de la revolución, generalmente mesiánicos y a menudo fanáticos, capitalicen esa situación inaguantable. Si nos horrorizan las revoluciones, que suelen ser extraordinariamente crueles mientras se producen y que son, sin exclusión, extraordinariamente crueles cuando triunfan, se asientan, se apelmazan y se consolidan como tiranías, por lo menos deberíamos entender las revueltas desesperadas. Las ha habido recientemente en Argentina, en Venezuela. Las habrá en todas partes, desde el río Bravo hasta la Patagonia. Con alguna excepción, Iberoamérica es un bárbaro tubo de ensayo de la injusticia, la desigualdad y el desprecio. Ese tubo reventará en las manos de quienes lo manejan, comenzando por las repugnantes familias oligarcas. La arrogancia, el racismo (la inconsciencia) con que las familias dueñas de Iberoamérica, socorridas por la complicidad de ejércitos y policías paralelos o no, tratan a los millones de pobres que hablan en español o portugués (o francés en Haití) no puede durar siempre. Es completamente imbécil pensar que esa inmundicia pueda durar siempre. Si los Gobiernos no espabilan y el poder internacional no presiona, las revueltas populares pueden dar una sorpresa tras otra en todo el continente. Hoy estamos en la época de la comunicación instantánea, y la cólera es contagiosa. Y hay demasiados terratenientes desalmados y demasiados caciques sordos a los aldabonazos de la modernidad y que parecen estar pidiendo (¿quién asegura que la América de la miseria y del desprecio no llegue alguna vez al siglo XVII?) un Cromwell que venga a darles una lección de historia.
Rulfo murió el 8 de enero de 1986 exterminado por un cáncer de pulmón. Había escrito dos libritos que han entrado, con su autor, en la fama. Uno es la historia de un cacique muerto en un mundo de muertos. Otro junta varias historias en donde pululan los pobres como gusanos en una carne gangrenada. Viajamos mal a Iberoamérica. No solemos ver la enorme herida gangrenada abarrotada de pobres, de gusanos. Si viéramos de cerca aquellos territorios, si hiciéramos oído, quizá podríamos escuchar una voz mendicante, es decir, apesadumbrada y dignísima, también algo temible, que está diciendo unas palabras en donde caben millones y millones de iberoamericanos: "Diles que no me maten".
Félix Grande es poeta, director de Cuadernos Hispanoamericanos.
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