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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fin del idilio

ESTADOS UNIDOS y Europa se han resistido a admitirlo, pero ya es incontestable que la política exterior rusa ha sufrido profundos cambios en el último año. Quizá el primer síntoma fue la brusca oscilación de Yeltsin entre dos posturas opuestas sobre el ingreso en la OTAN de los antiguos miembros centroeuropeos del Pacto de Varsovia: lo aceptó durante su viaje a Polonia y se opuso al mismo semanas después. Tuvo también otro giro inesperado en relación con la devolución a Japón de las islas Kuriles.Con un creciente peso de los militares, la política rusa viene desde entonces inclinándose más y más hacia posiciones nacionalistas: se resiste a la retirada de sus tropas de países de la antigua URSS, cuando no maniobra, como en Georgia, para lograr su reingreso en una Confederación de Estados Independientes (CEI) que cada vez se perfila más claramente como un manto de la hegemonía rusa. La tesis del "extranjero cercano" con la que designa a esos países les impone de hecho una limitación de soberanía en beneficio propio. Se acentúan los rasgos de oportunismo en Yeltsin, preocupado sobre todo por conservar el poder y cada vez más dispuesto a recurrir a la retórica nacionalista de sus enemigos.

Las elecciones se han insertado en ese proceso, con el reforzamiento del nacionalismo grosero y exacerbado y una inclinación general del nuevo Parlamento hacia posiciones nacionalistas. Ello se plasma incluso en el Gobierno de Chernomirdin, del que han salido los reformistas prooccidentales, y en el nuevo lenguaje del ministro Kózyrev. El cambio más neto se ha producido en Bosnia, donde Rusia defiende ahora abiertamente a los serbios.

Esta evolución en Moscú coincide con un periodo fluctuante en la política de Estados Unidos, con un presidente nuevo y poco ducho en temas exteriores, y con el desgaste de la base sociológica -en las universidades y el mundo intelectual del Este- en que se había apoyado durante décadas la política exterior de la superpotencia occidental. La confusión creada con el fin de la guerra fría y la tentación de ver a Rusia como un nuevo aliado con el que establecer relaciones prioritarias en detrimento de los socios- tradicionales europeos han calado hondo en los días de Gorbachov. El nuevo hombre fuerte del Departamento de Estado, Talbott, parece ser máximo representante de esa política. Sin embargo, los hechos van imponiendo una revisión de estas posiciones en exceso optimistas, como lo indica el viraje hacia la energía en el tema bosnio. Son avisos que Moscú ha encajado positivamente. El tono empleado por Estados Unidos en el conflicto del espía infiltrado en la CIA es asimismo una señal de mayor firmeza.

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No se trata de que las relaciones ruso-norteamericanas se dirijan hacia una fase de enfrentamiento duro como en periodos anteriores: los motivos de colaboración, en la ONU y en el plano bilateral, son numerosos. Pero sí se afirma una conciencia clara de que Moscú reactiva una política que en algunas cuestiones importantes colisiona con los intereses occidentales. Aceptar una política rusa incómoda, combatirla en el terreno político, ponerle frenos en temas en que puede chocar con el derecho internacional (como el "extranjero cercano") vuelven a ser tareas ineludibles. Si se abordan con sensatez, ayudarán a evitar que se desemboque en situaciones de mayor tensión. Rusia querría recibir, en los Estados de la antigua URSS, una éspecie de mandato de las organizaciones internacionales para gestionar los conflictos. Ello equivaldría a reconocer una hegemonía rusa en países vecinos independientes. La influencia de Rusia en la economía, la política y la seguridad de sus vecinos será siempre fuerte. Pero la comunidad internacional debe dejar muy claro ante Rusia que sería intolerable toda pretensión de asentar su hegemonía sobre países extranjeros, aunque sean vecinos. Aceptarlo sería abrir la puerta a todos los excesos.

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