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Fábula del sargento en el encinar

Esa sombra que se pasea fugitiva por entre la niebla de febrero del Encinar de los Reyes, al norte de Madrid, hacia Burgos, es Hugh Roberto Calderón Viñes, natural de Punta Quindío, Puerto Rico, sargento de Aviación del ejército de los Estados Unidos. ¿Qué es lo que hace vagando por entre los árboles? Pena ¿Por qué se esconde? Expía ¿Qué es lo que se propone?Quizá sea mejor ponerles a ustedes en antecedentes. El sargento Hugh Robertó V. Calderón llegó destinado a España en la transición, antes de que nadie pudiese imaginar siquiera las grietas que se debían de

Ver ya en el Telón de Acero. Procedía de la base de Spangdalem, casi ya en el Este, donde el frío, la conversación con los pilotos de cuello más ancho que la frente (eran los tiempos de los F-14), y la permanente visión de las alambradas, los perros policía y los pueblos fantasma de la frontera -parecía trazada para siempre sobre la columna de Alemania-, le habían convencido de que el mundo era un lugar bastante odioso en el que ya no había mulatas como las de entonces, ni tardes como las del Caribe cuando sopla la brisa desde el noreste. Una nostalgia un poco novelesca, cierto, pues se basaba sobre todo en los recuerdos de sus padres.Hasta que llegó a Madrid, destinado a los hangares de la base de Torrejón. Aquí -entendiendo por aquí ese vasto territorio que abarca desde El Escorial hasta Alcobendas-, descubrió, o redescubrió, según, la luz sin conciencia de la meseta, el valor de los madrileños frente a los guardias del tráfico, el vino, la paella, la juerga sin peligro del viernes por la noche y, sobre todo, los ojos de las madrileñas, que miran. No desafían, como las norteamericanas, no miran a través, como las francesas, no congelan, como las alemanas, sino que miran de frente. Se quedan ahí, tranquilamente, relajadas, disfrutando. Esa experiencia le alivió tras su exilio entre el hielo, pero también le trastornó.

Es cierto que se trata de una experiencia trastornante, siempre y cuando se venga del norte, pero es que en el caso de Hugh Roberto se sumó la perturbadora impresión de estar recobrando algo importante, perdido tiempo atrás, una memoria casi genética. Como era previsible, se enamoró de una joven, Rosaura, que vive en Aluche, baja a las discotecas de Callao los sábados, y esa noche le miró con esa chulería risueña que gastaban nuestras abuelas cuando eran manolas. Pero Hugh Roberto no lo sabía, no sabía que esa es sólo una forma de estar en el mundo, no una promesa de fuego, y quedó atrapado e indefenso como un pardillo en la Legión.

Lo que sigue es fácilmente imaginable: pasión de discoteca un par de sábados, incertidumbre tres o cuatro, negativas luego y hasta un par de escenas, y luego un muy lento y doloroso olvido cuyos puntos culminantes fueron una adicción a la marihuana, alcoholismo, tres o cuatro estancias en el calabozo que a punto estuvieron de terminar como Frank Sinatra en De aquí a la eternidad, y luego, lentamente, igual que un atardecer en las calles de Queens, Nueva York, donde creció jugando entre rejas al baloncesto, una laboriosa recuperación que de todas formas no consiguió borrar una fea cicatriz en el ventrículo izquierdo.

Entretanto Hugh Roberto se había casado, conseguido -que no lo expulsaran del ejército y engendrado un par de niños, bálsamo de su melancolía, que crecieron montando en bicicleta por el Encinar casi silvestre de los Reyes: ese civilizado parque salpicado de casas más bien feas y fantásticos espacios que, gracias a haber sido alquilado por los Estados Unidos desde el comienzo de la base de Torrejón, vivió el milagro de conservarse intacto, a salvo de constructores casamenteros esa gente poderosa que se empeña en que vivamos todos juntos en cajas de cartón. Mas nunca un milagro ha durado más de veinte años. Ayuntamiento y propietarios ya han firmado para convertirlo en chalecitos. En el mejor de los casos.

Y llegamos por fin a la almendra de esta fábula: Los madrileños han de saber que el sargento Hugh Roberto V. Calderón no se marchó de Madrid cuando su base fue reducida a despojado símbolo. Sencillamente no se resignó a regresar al norte. Despidió a su familia con el emocionado abrazo del soldado, miró desde lejos cómo subían a un Hércules gigantesco, y desde entonces vaga por febrero en el Encinar. Pena. Expía. Aunque él no lo sabe, pronto lo hará también por todos nosotros. Por eso deberíamos buscarle otro monasterio. Si quedan.

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