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Berlín consagra la vuelta del cine político

Triunfan Sheridan con 'En el nombre del padre' y Gutiérrez Alea con 'Fresa y chocolate'

ENVIADO ESPEIAL En el nombre del padre, filme británico dirigido por el irlandés Jim Sheridan, y Fresa y chocolate, filme cubano dirigido por Tomás Gutiérrez Alea, ganaron anoche, en la sesión de clausura del festival, el Oso de Oro y el Oso de Plata -con consideración de Premio Especial del Jurado-, respectivamente, lo que les convierte al alimón en máximas triunfadoras de la Berlinale, pues el Premio Especial es optativo del jurado y sólo se concede cuando éste considera que hay dos obras que merecen el máximo galardón y éste no es divisible.

Queda por ello cortada la tendencia de las últimas ediciones de los grandes festivales de cine a repartir entre dos películas el gran premio, cosa que ocurrió el año pasado aquí, en Berlín, y también en Cannes y Venecia, por lo que los jurados desempolvan ahora la figura del Premio Especial, equiparable al primer premio.Sólo estos dos grandes premios obtuvieron aplausos unánimes cuando la totalidad de los galardones fue leída ayer a media tarde ante un millar largo de informadores y comentaristas cinematográficos. El resto de los cineastas y películas premiados provocaron respuestas no unánimes y en algunos casos contradictorias.

El Oso de Plata al mejor actor fue a las manos del estadounidense Tom Hanks, por su composición del personaje del abogado enfermo de sida protagonista de Philadelphia. Había muchos partidarios -y se hicieron notar- de que esta estatuilla le fuera concedida a Daniel Day-Lewis, protagonista de En el nombre del padre. Sin embargo, parece que la organización de la Berlinale se mantuvo firme en su decisión de seguir este año a rajatabla el reglamento de los festivales de primera categoría, que prohibe, además del reparto del primer premio, la concesión de algún premio especializado a un componente del filme ganador del máximo galardón, motivo por el que Day-Lewis, al ser protagonista de En el nombre del padre, quedaba descartado y no podía optar al Oso de Plata de interpretación.

El Oso de Plata a la mejor actriz fue para la británica Crissy Rock, protagonista de Ladybird, ladybird, de Ken Loach, película que se esperaba obtuviera un galardón no parcial, pero que fue excluida por el jurado de ese reconocimiento, motivo por el que adquieren especial relevancia los premios extraoficiales del Jurado Ecuménico y el, siempre de gran credibilidad y mucha repercusión, de la Crítica Internacional (Fipresci), que fueron unánimemente concedidos a la singular obra de Ken Loach. Crissy Rock es una actriz de teatro experimental.

Ritmo entre vaivenes

El Oso de Plata al mejor director fue otorgado al polaco Krysztof Kieslowski por Tres colores: Blanco, lo que parece una solución inteligente, equitativa y que hace justicia a una película más que notable, entre otras cosas por la dificultad que ofrece a su director sostener el ritmo y la credibilidad de una imagen sometida a muchos y violentos vaivenes arguméntales y de cadencia, dificultad que Kieslowski supera con sorprendente soltura. Pese a encontrarse durante hora y media al borde del patinazo, este habilísimo realizador polaco da un curso de buen oficio y lleva las riendas de la película con paso fácil y firme en todo momento, sin dejar que desfallezca ni un solo instante.

Hasta aquí los premios que cuentan, y que son incontestablemente merecidos. Eran, a grandes rasgos, los previstos. Pero tras ellos viene una pedrea de premios menores, algunos de los cuales huelen a componenda y otros a disparate.

En efecto, premiar en base a "su acabamiento" a Smoking, no smoking, de Alain Resnais, fue recibido por muchos asistentes a la rueda de prensa como un chiste. Y los aplausos de los periodistas franceses y alemanes -que desde hace días martilleaban en sus medios en este sentido- y las risotadas del resto es un dibujo bastante exacto de la naturaleza de esta disparatada decisión del jurado.

En cambio, conceder, en recuerdo del fundador de la Berlinale, el Premio Alfred Bauer -destinado a resaltar todo lo relativo a investigaciones del lenguaje cinematográfico- a la película coreana Hwaomkyung es una decisión ajustada a la verdad. Dicha película propone de manera delicada y convincente un tipo de relato (cinematográfico insólito en el cine occidental, con un muy peculiar sentido del tiempo. De ahí que sus aportaciones merezcan ser conocidas y reconocidas.

El peso de los directores

Por otra parte, dar un premio basado en justificaciones cogidas por los pelos al italiano Marlo Monicelli es algo que no chirría ni provoca rechazo. Su película Queridos amigos carece de importancia dentro de la ilustre filmografía de este cineasta, pero funciona bastante bien: es sencilla, eficaz, y en ella se ve la mano de un viejo maestro indiscutido e indiscutible.

Sin embargo, podemos trasladar aquí, con más suavidad, todo lo antes dicho acerca de la película de Resnais. Si la de Monicelli es mediana, la de Resnais es intragable. Y una y otra han entrado en la lista de oro no por sus merecimientos en cuanto tales películas, sino por el peso, casi la presión, del nombre histórico de sus directores. Se premia de esta forma el pasado de éstos con las deficiencias de su presente. Son, por tanto, premios caritativos, que debieran ofender antes que a nadie a quienes los reciben. Los geniales directores de Providence y Rufufú no se merecen limosnas.

Finalmente, premiar El año del perro, película rusa desequilibrada y absurda, y dar una mención especial a la china titulada Huo Hu es una tomadura de pelo cuyo sentido se escapa, porque ambas parecen obras de aficionados. Por el contrario, mencionar tan sólo a la actriz puertorriqueña Rosie Pérez por su gran interpretación en la mediocre Fearless, de Peter Weir, sabe a poco, es un seudopremio que se queda muy corto ante la fuerza de esta mujer.

Un olvido explicable

Á. F.-S.La primera palabra que acude a la boca cuando se descubre que el cineasta británico Ken Loach ha sido excluido de la lista de premiados, es ésta: incomprensible. Un director que con un mínimo presupuesto, con una sola cámara en plena calle y frente a ella una docena de intérpretes, naturales o aficionados- consigue lo que Loach logra en Ladybird, ladybird es como poco ejemplar, y por ello tiene derecho a ser reconocido como un ejercicio de cine pobre lleno de conclusiones riquísimas.

Pero si se para uno a pensar con algo de malicia el carácter "incomprensible" de la exclusión de esta obra maestra de una lista de premios que acoge a varias mediocridades hirientes y cantadas; y a películas estériles desde el punto de vista industrial y de la creación artística, la exclusión comienza a entenderse y no sólo deja de ser incomprensible, sino que se hace incluso diáfana.

En efecto, las cuatro grandes películas que han entrado en combate en esta Berlinale -En el nombre del padre, Fresa y chocolate, Blanco y esta Ladybird de Loach- son todas ellas obras de fondo político y están situadas en el polo opuesto del conservadurismo. Son respuestas del arte a una serie de realidades opresivas de ahora mismo, inspiradas en hechos reales y en personas reconocibles.

Domesticadas

Pero todas -salvo una: la de Loach- ofrecen su ácido comentario rebelde y subversivo en forma de cine veraz y duro, pero domesticado, y por tanto asimilable por los sistemas contra los que arremete. No es el caso de Ladybird, una obra absolutamente indómita, que no hace la menor concesión a aquello contra lo que combate: el suelo social sobre el que todos pisamos hoy en Occidente. De ahí que el inexplicable olvido del jurado de la Berlinale sea en realidad perfectamente explicable.

Sheridan cuenta un asunto verídico de terrorismo de Estado y su película pasa, entra en las tragaderas del Reino Unido. Gutiérrez Alea desenmascara la extinción del carácter revolucionarlo que un día tuvo la revolución cubana, y su película pasa, entra en las tragaderas de Fidel Castro. Kleslowski hace una parábola feroz contra el pudridero moral sobre el que discurre en Polonia el tránsito del socialismo a la economía de mercado, y su película pasa, entra en las tragaderas de Lech Walesa.

Pero Ken Loach se limita a contar un mínimo y humilde caso entre miles de cómo funcionan en Inglaterra los servicios sociales de protección a la infancia, y su película no pasa, no hay quien la trague. Es la representación del infierno, un infierno no teológico, sino cotidiano, que está aquí al lado, que crea dolor intolerable.

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