Cicatrices imperiales
UNA PÁGINA ha sido pasada en el libro de la historia. Estados Unidos y Vietnam han puesto fin a un pasado común belicoso con el reciente levantamiento del embargo norteamericano sobre el país asiático, e inician una nueva etapa de cooperación en sus relaciones como Estados.El presidente Clinton ha sabido encontrar el momento adecuado para cerrar un contencioso político que ponía a su país en desventaja en la relación con un importante mercado del sureste asiático, y más aún en lo político, en su actitud general de cooperación con el poder más significativo de la zona. Se daba por descontado que habría protestas entre las asociaciones de veteranos de la guerra vietnamita, donde murieron más de 65.000 norteamericanos, pero la concluyente votación del Senado autorizando el levantamiento del embargo y el comportamiento de la opinión pública no dejan lugar a dudas: Estados Unidos ha cerrado un capítulo de su historia con Vietnam para bien de los pueblos respectivos.
Sería un poco precipitado, sin embargo, llegar al mismo género de. conclusiones en un aspecto mucho más intangible de la vida de las naciones, en todo aquello que hace referencia a eso tan peligroso hasta de nombrar que llamaríamos la psicología de los pueblos. Una actitud histórica, en definitiva, que, por ser Estados Unidos la primera potencia mundial, produce consecuencias de talla sobre las relaciones internacionales.
Durante años se ha manejado el término síndrome de Vietnam para designar una profunda renuencia norteamericana a embarcar a sus soldados en operaciones, sobre todo terrestres, en lugares distantes de sus fronteras. Con ocasión de la guerra del Golfo, en 1991, y la aplastante victoria norteamericana sobre el Ejército iraquí, hubo quien dedujo que esa página era cosa ya del pasado. Esos puntos de vista tenían, sin embargo, mucho más que ver con la preparación de la campaña para la reelección del presidente Bush -que no se produjo- que con la realidad. Aquella guerra fue una demostración casi exclusivamente aérea, en la que los infantes cosecharon la victoria más que la decidieron. Las ciento y pico bajas qué sufrieron las fuerzas norteamericanas no ponían a prueba la superación de ningún síndrome, pese a lo cual la constante preocupación de Washington fue la de minimizar la necesidad de una verdadera guerra terrestre. Bush corrió un riesgo y ganó, pero no curó a la nación de nada.
No hay más que considerar la racha de filmes sobre la guerra de Vietnam que sólo en los últimos años se ha desencadenado sobre las pantallas del mundo entero, y su contenido agonístico, introspectivo, desesperanzado, para entender hasta qué punto la única derrota militar sufrida por Estados Unidos es un hecho central, inescapable de la actitud nacional hacia ese conflicto. La filmografía norteamericana de la II Guerra Mundial celebraba una victoria épica con orgullo bien justificado; la de Vietnam, en cambio, se pregunta aún por qué una generación de jóvenes fue a morir a una jungla inabarcable, ante un enemigo inencontrable, por razones difilcilmente comprensibles.
Y esa dificultad de procesar el llamado síndrome es importante para las relaciones internacionales porque figura en el esquema mental que se opone hoy a la presencia de fuerzas norteamericanas en la antigua Yugoslavia, en la negativa a poner pie en Haití, en la celeridad con que se hace el equipaje en Somalia en cuanto las bajas comienzan a sumarse.
Estados Unidos y Vietnam se asocian ahora, tras el fin del conflicto camboyano, en una tarea de paz y desarrollo, y ello es bueno para todos. Pero es indudable también que permanece un cierto síndrome de Vietnam, positivo o negativo, según el punto de vista, en la política exterior de Washington. Y esto es así porque la historia pasa, pero no se borra.
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