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El puente sobre el río Kwai, SA

Una novela y una película lanzaron a la fama al puente sobre el río tailandés de Kwai. Pierre Boulle, el autor de la novela, ha fallecido hace unos días. Después de la novela, Hollywood, David Lean, William Holden y Alec Guinness tocaron con su varita mágica el puente tailandés y una fiebre inmobiliaria cayó como el monzón a dos horas en coche desde Bangkok.Como tantas otras veces, la historia real no tiene nada que ver con la ficción creada en tomo al puente. En la novela, el comando británico no vuela el puente; en la película, sí. La verdad, según nos cuentan los ex prisioneros de guerra en Kanchanaburi, fue muy otra. Sobre los campamentos en la jungla, sobre las orillas del río, junto a los cementerios de guerra en los que reposan las víctimas del gulag japonés se alzan ahora complejos hoteleros, campos de golf, pistas de tenis, discotecas. Los que diseñan las campañas de publicidad necesitan algo nuevo, una excitante historia que ofrecer a los cinco millones de turistas. El drama es lo de menos, un punto de partida, una disculpa. Cualquier razón es buena para escapar de una ciudad tan congestionada y tan avida dollars como Bangkok. El humo de los tubos de escape ofusca los templos dorados, las túnicas de color azafrán de los bonzos y los budas de esmeralda.

También la avalancha de coches, el ruido, los carteles de publicidad, han llegado al Kwai. Acodado en la barandilla de bambú de su casa en Kwai, el inglés Trevor Dakin contempla esta trepidación con una velada tristeza. Fue hace 50 años uno de los prisioneros de guerra, sometido y torturado por las tropas de ocupación japonesas, junto con otros 62.000 británicos, australianos, holandeses y norteamericanos, cazados por el emperador en la trampa de Singapur, y más de 100.000 coolies asiáticos.

En su esfuerzo de guerra, Japón necesitaba construir unas líneas de ferrocarril entre Tailandia y Birmania. Los prisioneros de guerra fueron instalados en, medio de la selva. Así comenzó la ordalía. Trevor, de 73 años, recordaba el aniversario. "Se han cumplido 50 años", me decía, "y, ya ve, nuestro sufrimiento lo han convertido en hoteles de lujo, en souvenirs, en un paraíso turístico. No me quejo", añadía, "sé que es signo de los tiempos, pero comprenderá que me sienta burlado. Han tomado el pelo a los muertos, a 15.000 de los nuestros, que cayeron bajo la brutalidad de los soldados japoneses, la malaria, el cólera, el dengue, la pelagra, la desnutrición y la tortura".

Trevor, incapaz de librarse de los fantasmas que lo perseguían, ha venido para morir en el Kwai. Durante años, después de su salida del campo de concentración, sufrió constantes pesadillas, insomnio, alteraciones nerviosas, malestar general. Su esposa se separé de Trevor porque no pudo aguantar sus decaimientos, sus depresiones. La última y eficaz recomendación vino de su hijo: "Sólo escaparás de este infierno", le dijo, "si vuelves al Kwai, si te enfrentas a tus fantasmas". Fue lo que hizo Trevor al cabo de tantos años.

La terapia ha funcionado. El ex viajante de Duffield visita los cementerios de guerra, en uno de los cuales ha reservado ya sitio; escribe a los familiares de los caídos; reúne recuerdos y testimonios. Desde su bungalow, no lejos del puente, ve discurrir las aguas del río, del color del cacao; ve pasar al tren que lleva a los turistas en tropel; escucha la cacofonía de los cicerones; se lamenta de la capacidad de los que han puesto el tinglado comercial en pie.

A los 50 años, japoneses y australianos, holandeses, norteamericanos, los enemigos de ayer, se dan la cita ritual a orillas del río Kwai. Nos pasean en barca de motor por el río, almorzamos opíparamente en los elegantes salones de bambú, nos ofrecen músicas y danzas tailandesas con bailarinas de dedos doblados. Pagamos y nos vamos. El Kwai, sociedad anónima. Nadie engaña a nadie, pero si atendemos a la conversación de Trevor Dankin y otros compañeros mártires comprenderemos la disparidad del drama: murieron 116.000 prisioneros, entre occidentales y asiáticos.

Para construir la línea férrea en un escenario tan hostil, bajo un sol que desintegraba las piedras y un monzón que lo convertía todo en lodazal, era necesario el afán de supervivencia, el instinto de conservación, una fuerza física fuera de lo normal y una capacidad sin límites para la esperanza. Muchos fueron los que se dejaron caer en el desánimo, sucumbieron a la melancolía y a la enfermedad. Otros, guiados por el instinto de conservación, resistieron años de penalidades. Un trabajo que los ingenieros japoneses habían previsto que durara cinco años se hizo en uno. Desbrozaron la jungla, derribaron montañas de granito a golpe de martillo y cincel, limpiaron los empinados caminos hacia la frontera birmana. El tren de la muerte comenzó a circular hace ahora 50 años. "Ni siquiera nos sirvieron rancho doble", recuerda Trevor. Les esperaban otras selvas, aeropuertos por construir, puentes que tender. Los japoneses vuelven ahora al lugar del crimen con una cámara de vídeo. "La realidad, lo que vivimos aquí", recuerda Trevor, "no tiene nada que ver con la película". En la novela de Boulle, el coronel Nicholson representa el símbolo de la tradición, de la resistencia británica. Resiste estoicamente hasta que los japoneses aceptan el respeto a las leyes internacionales de guerra. Es entonces cuando se pone a construir el puente sobre el río Kwai. Los comandos británicos harán todo lo posible por obstaculizar esa obra que obsesiona al coronel. O sea, el ideal humano del trabajo bien hecho frente por frente al patriotismo. "Casi nada es verdad", añadía Trevor. "La novela y el cine no tienen por qué ajustarse a ella, pero este montaje, en el que hasta los cementerios de guerra se transforman en atractivo para turistas, me revuelve el estómago. Si estos compañeros míos levantaran la cabeza...". Trevor exorciza sus pesadillas: quiere morir al lado del puente que ayudó a construir con sus manos.

No hubo asalto al puente, que ahora es de hierro, ni los que lo construyeron llegaron a sentir ningún orgullo al levantarlo; "sólo hubo crueldad, humillación, tiranía. Ni un rasgo de compasión". Trevor Denkin recorre el escenario de su juventud perdida, aquel núcleo cerrado de árboles, el sendero, el recodo en el camino, el terrible Paso del Fuego del Infierno, donde tuvieron que abrir a brazo y martillo un paso de 18 metros de ancho y 110 metros de largo a través de piedra berroqueña.

La película se rodó en Sri Lanka. La reconstrucción del puente para el filme, que se hizo sobre el río Kitani, costó 250.000 dólares. "Ni el orgullo de los japoneses", añade Trevor, "ni las reglas inglesas sobre el trabajo voluntario en favor de un proyecto militar del enemigo hubieran hecho posible que ocurriera en la realidad lo que se inventaron los guionistas. Nosotros lo pasamos mucho peor que en el cine. Nos hacían trabajar 12 horas diarias a paso de carga. Nos veíamos obligados a retirar la vista de los compañeros convertidos en esqueletos, vestidos con harapos, castigados por el paludismo y las diarreas. Yo tuve la suerte de no coger el cólera, pero todavía escucho los gritos de los moribundos. Las raciones eran misérrimas: una escudilla de arroz en la que flotaba algún trozo perdido, que pudo ser carne. Un plátano al mes. Agua turbia para beber. A los más débiles los dejaban abandonados en la selva". Se comían la pasta de dientes disuelta en la sopa. El 17 de agosto de 1945, desde los aviones norteamericanos lanzaron una lluvia de octavillas sobre la selva: "A todos los prisioneros de guerra aliados. Las tropas japonesas se han rendido sin condiciones. La guerra ha terminado". Algunos guardianes se hicieron el haraquiri. "En las octavillas", recuerda Trevor, "nos aconsejaban que no comiéramos demasiado el primer día, que el hartazgo era peligroso. Tomé mis precauciones, porque no estaba dispuesto a morir de un atracón el día en que nos liberaran". Años después negaría el gran carnaval.

Trevor Denkin aleja el rencor de sus pensamientos. Tan sólo quiere mantener vivo y limpio el recuerdo de los muertos, reducidos a cinta de vídeo y exotismo 'tailandés al instante. Su tumba lo espera en el cementerio de Chung Kai. Cuando le visité, Trevor redactaba el epitafio.

M. Leguineche es periodista.

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