La recaída de los intelectuales
OCTAVIO PAZEl autor expresa en esta primera parte su visión sobre la actitud de muchos intelectuales mexicanos con relación al conflicto del Estado de Chiapas; y rebate algunas de las explicaciones de los sucesos dadas por éstos.
Como a la gran mayoría de los mexicanos, el conflicto de Chiapas me desvela y me duele. Por lo que significa en él mismo y por las consecuencias que tiene y tendrá sobre nuestra vida política, social y moral. De ahí que me atreva a tocar de nuevo el tema en dos artículos, uno dedicado a la actitud de muchos de nuestros intelectuales y otro consagrado a la negociación en curso y a sus perspectivas. Apenas si debo añadir que, como lo dije en mi primer artículo, por temperamento y convicción estoy en contra de las soluciones de fuerza. Creo que todos debemos buscar con empeño la paz y la reconciliación. Pero con los ojos abiertos, sin mentir y sin ocultar las diferencias que nos separan. Sólo así este encuentro violento nos podrá llevar, quizá, a la democracia que todos queremos.Los sucesos de Chiapas han provocado en México, como es natural y legítimo inmensa expectación y angustia. También ha despertado muchas pasiones dormidas Pero la inusitada efervescencia que ha agitado a un vasto sector de la clase intelectual mexicana es única y merece un pequeño comentario. Me refiero no a los intelectuales que trabajan silenciosamente en sus gabinetes o en sus cátedras sino a los que llevan la voz cantante -estrellas y coro- en la prensa. Desde comienzos de enero los diarios aparecen atiborrados de sus artículos y de sus declaraciones colectivas. Hijas de una virtuosa indignación a un tiempo retórica y sentimental, estas ruidosas manifestaciones carecen de variedad y terminan infaliblemente en condenas inapelables. Somos testigos de una recaída en ideas y actitudes que creíamos enterradas bajo los escombros -cemento, hierro y sangre- del muro de Berlín. Las recaídas son peligrosas: en lo físico indican que el cuerpo no ha sanado enteramente, en lo moral revelan una fatal reincidencia en errores y vicios que parecían abandonados. La historia no ha curado a nuestros intelectuales. Los años de penitencia que han vivido desde el fin del socialismo totalitario, lejos de disipar sus delirios y suavizar sus rencores, los han exacerbado. Decenas de almas pías, después de lamentar de dientes afuera la violencia en Chiapas, la justifican como una revuelta a un tiempo inevitable, justiciera y aun redentora.
Los hechos sociales son complejos. La función del intelectual consiste en esclarecerlos y descifrarlos, hasta donde sea posible. Sólo después del análisis se puede, y aún se debe, tomar partido. Pero muchos de nuestros intelectuales han escogido lo más fácil: juzgar sin oír. Algunos se obstinan en proclamar la espontaneidad de la revuelta. Por lo visto, no han oído ni leído a los "comandantes". Lo mismo en sus apariciones en la televisión que en sus comunicaciones a la prensa han declarado una y otra vez que habían preparado su movimiento desde hacía muchos años. Añaden con orgullo que su organización es un ejército, no una mera guerrilla. ¿Qué decir ante estas declaraciones? Pues exactamente lo contrario de lo que han dicho y dicen nuestros creyentes en la espontaneidad revolucionaria de las masas". Empeñados en lavar a los insurrectos de Chiapas del pecado de "premeditación", no se han hecho la única pregunta que debe hacerse: ¿cómo es posible que nuestras autoridades hayan ignorado que desde hacía mucho tiempo se preparaba un movimiento militar en Chiapas? Y si lo sabían, ¿por qué no tomaron a tiempo las medidas del caso? El Gobierno ha dado a estas preguntas una respuesta tardía y poco convincente. Su responsabilidad es grave e inocultable.
Otros oráculos afirman que la revuelta es puramente indígena. Es una idea que comparten algunos despistados periodistas extranjeros. Basta haber visto y oído a los "comandantes" en la televisión para darse cuenta de que ni por su lenguaje ni por su aspecto son indígenas. Y sobre todo: el programa y las ideas que exponen en sus dos manifiestos y en sus boletines de prensa, desmienten esa pretensión. Entre los dirigentes, algunos son ideólogos y adeptos de esta o aquella doctrina, del maoísmo a la teología de la liberación. Aclaro que no incurro en el simplismo de atribuir el alzamiento únicamente a la influencia de un grupo de ideólogos y de militantes. No cierro los ojos ante la miseria y el desamparo de las comunidades indígenas. Cambian los sistemas políticos y los económicos, unos suben y otros bajan, Gobierno van y Gobiernos vienen, pasan los años y los siglos, pero nadie los oye ni escucha sus quejas. Como se ve, tampoco cierro los ojos ante las responsabilidades de nuestras autoridades _especialmente las de Chiapas- ni ante las no menos graves de las egoístas y obtusas clases acomodadas de esa rica provincia. Esta responsabilidad se extiende, por lo demás, a toda la sociedad mexicana. Casi todos, en mayor o menor grado, somos culpables de la inicua situación de los indios de México, pues hemos permitido, con nuestra pasividad o con nuestra indiferencia, las exacciones y los abusos de cafetaleros, ganaderos, caciques y políticos corrompidos.
Dicho esto, hay que agregar otras causas que escapan a esa moral, fácil y esquemática, que busca a toda costa responsables que enjuiciar y culpables que castigar. No es el momento de examinarlas; para mis propósitos, es suficiente con decir que unas causas son históricas y otras contemporáneas. Las primeras se remontan no sólo a la conquista y a la colonia, sino más atrás, al mundo mesoamericano (por ejemplo: el estado de guerra perpetua de las sociedades precolombinas). Las contemporáneas: la caída de los precios del café, la inmigración de campesinos de otras regiones, las sucesivas oleadas de refugiados guatemaltecos y, en fin, la plaga mayor de México, la gran piedra que tiene atada al cuello: la explosión demográfica. En Chiapas, según parece, la tasa de crecimiento de la población ha sido, durante los últimos años, superior al cuatro por ciento anual, una de las más altas del mundo. Nuestros intelectuales han decidido ignorar todo esto. ¿Por qué? Muchos por obcecación ideológica y por espíritu de partido; otros por una operación de transferencia psicológica, bien conocida de los psicoanalistas, que consiste en proyectar nuestros sentimientos de culpa sobre cualquier chivo expiatorio ad hoc (papá, maestro, Gobierno); otros por cálculo: siempre reditúa afiliarse a una "buena causa" y usarla como un trampolín publicitario; y otros más por una mezcla indefinible y explosiva de buenos sentimientos y malas razones. No ha faltado quien haya equiparado las acciones del ejército mexicano con las de los norteamericanos en Vietnam, como si Chiapas fuese un territorio ocupado. Una caricatura de La Jornada comparó un ataque aéreo en las montañas con el bombardeo nazi de Guernica. Cierto, a pesar del reducido número de bajas que confiesan ambas partes, es muy posible que se hayan cometido abusos. Sabemos lo que son los ejércitos y lo que son los hombres. Hay que denunciar y condenar esos abusos. Pero también sabemos a qué excesos puede llevar la pasión partidista. Molière habría saludado con una sonrisa de conocedor el espectáculo de tantos moralistas, con los ojos en blanco y los brazos alzados al cielo, denunciando a gritos al ejército: ¡Genocidio! ¿Han olvidado el significado de las palabras?
En la historia de las obsesiones colectivas (los antiguos las llamaban, con más propiedad, (manías y furores) las recaídas, como su nombre lo indica, son cíclicas. A la manera del ir y venir de un péndulo, algo nos lleva a repetir una y otra vez las mismas faltas. Así, no es extraño que estos guardianes de la moral pública sean los mismos que durante años y años callaron y no pocas veces aplaudieron las atrocidades de los Mao, los Brejnev y los Castro. Los mismos que apoyaron de, palabra e incluso de obra a los tupamaros de Uruguay y a los montoneros de Argentina, a los sandinistas de Nicaragua y a los guerrilleros de El Salvador. Sus fantasmas juveniles regresan, encaman en los "comandantes" de Chiapas y los llevan a repetir los viejos dislates y las culpables complicidades. Han olvidado, si alguna vez la aprendieron, la terrible lección de la guerrilla latinoamericana; en todos los países, sin excepción, ha sido derrotada, no sin antes arruinar a esas desdichas naciones y no sin provocar la instauración de regímenes de fuerza. ¿Esto es lo que quieren para México?
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