Italia y España
Tras dos años de provisionalidad, en Italia ha llegado la hora de la verdad. Las elecciones de marzo no serán el último acto del drama transalpino sino el punto de partida de la verdadera transformación política, institucional e incluso económica que el país requiere.Si las previsiones se cumplen, el verdadero trauma, más profundo que las espectaculares actuaciones judiciales de los últimos años, va a llegar entonces. Porque todo indica que la izquierda articulada en t orno a los ex-comunistas del PDS tiene las de ganar. Sóla o en coalición con el partido neodemocristiano de Mino Martinazzoli que puede convertirse en el árbitro de la situación.
Sólo recientemente los italianos se han dado cuenta de que a eso puede llevar una revolución. El hecho ha sorprendido por igual a Achille Occhetto, líder de un PDS que en las elecciones de 1992 parecía confirmar su declive imparable, a sus oponentes... y a los empresarios.
Sin su concurso, sobre todo el de aquellos más decididos a romper con el pasado, la "limpieza" hecha por el juez Di Pietro no habría progresado. Convencidos de que el gasto público desbocado amenazaba con dejar a la economía italiana fuera del concurso mundial, han apoyado a los gobiernos "provisionales" de Giuliano Amato y de Carlo Azeglio Ciampi. Esos gabinetes han llevado a cabo un primer saneamiento de las cuentas del Estado. La moderación salarial acordada con los sindicatos y la devaluación de la lira han hecho otro milagro: por primera vez en décadas, en 1993 la balanza de pagos italiana ha presentado un saldo positivo.
Terminada la provisionalidad, benéfica en esos extremos, los empresarios están de nuevo seriamente preocupados. Italia no sólo queda huérfana de la protectora mamá democristiana sino que el nuevo Gobierno tendrá, según todos los pronósticos, el mismo color que esos empresarios han combatido desde el final de la Segunda Guerra Mundial: todo lo desteñido que se quiera, y más si, como es probable, la alianza con el partido centrista de Martinazzoli, desplaza de la coalición progresista a los puros de Rifondazione Comunista.
En los últimos cien años, en Italia, el país del transformismo político, el poder nunca ha cambiado sustancialmente de manos, y menos durante el fascismo.
La apuesta es tan seria, que nadie descarta que algún grave incidente pueda producirse en el recorrido que falta hasta la plena consolidación del nuevo Gobierno. Pero lo que preocupa a la mayor parte de los italianos -entre ellos a algunos de quienes van a votarles- es si esa amalgama de partidos que puede llegar al Gobierno está en condiciones de hacer frente a los graves problemas que aquejan al país.
Surge ahí la tentación de comparar lo que allí está ocurriendo con lo que hoy pasa en España. En Italia hay quienes buscan coincidencias entre su actual peripecia y lo que aquí pasó tras morir Franco. Otros piensan que hay grandes similitudes con el momento en el que el PSOE llegó al Gobierno, en 1982. Hay también analogías con la situación presente: en Italia la incógnita reside en saber si esa izquierda que siempre ha estado alejada del verdadero poder tiene líderes, está lo suficientemente articulada y cuenta con el programa adecuado para hacer frente a la crisis económica y del Estado. En España surgen dudas similares sobre una derecha cuya debilidad en esos extremos explica que el PSOE ganara por cuarta vez en 1993.
Ahí se acaban las eventuales analogías. Pero no las paradojas. En contra de lo que dicen sus programas tradicionales, a la izquierda le espera, entre otras cosas, el reto de desmantelar un Estado asistencial que el país no puede pagar y el de reubicar a un Sur subvencionado y sin futuro. El PSOE está tratando de hacer cosas parecidas, en contra de lo que piden la mayor parte de, sus votantes. Pero la derecha española, si llegara al poder, no tendría más remedio que mantener, también en contra de sus presupuestos, altos niveles de gasto asistencial, como único medio de garantizar el equilibrio social del país.
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