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La voz de Billy Wilder

Antonio Muñoz Molina

Aunque parezca mentira, todavía queda vivo un hombre que se acuerda del entierro en Viena del emperador Francisco José, una mañana nublada de 1916 en la que habría una desolación invernal de ciudad de retaguardia. A ese hombre, Billy Wilder, que entonces era un niño, su padre lo aupó a una mesa de café para que pudiera ver la procesión barroca y solemne por encima de las cabezas de los espectadores. La memoria erige milagros secretos en el tiempo: ochenta años después, a principios de esta década, mientras, conversaba en Los Ángeles con su biógrafo alemán, el entierro del emperador, con su música lúgubre, su desfile de largos abrigos militares, chaqués de luto, libreas rojas y pelucas empolvadas, revivía en la imaginación de Billy Wilder como un documental rancio, con el envaramiento entre cómico y absurdo que tienen los personajes públicos en los noticiarios más antiguos del cine.Es raro que alguien pueda conservar entre los recuerdos de su infancia lo que para todos nosotros es una imagen congelada y remota de los libros de historia, pero, sin duda, es más raro aún, o más improbable, el destino de este hombre, el catálogo de sus vidas diversas: Billy Wilder, que hubiera debido convertirse en un modesto comerciante o funcionario judío del Imperio Austrohúngaro, ejerció unos anos el periodismo en Viena y en el Berlín de la República de Weimar (tan absurdo, brillante y hambriento como el Madrid del Max Estrella), y acabó siendo director de cine en un idioma ajeno al suyo y en una región del otro lado del mundo, la California de los últimos años treinta, donde los sueños de novela de caballerías a los que debe su nombre tenían entonces un resplandor de cine en blanco y negro y de metalizadas superficies art déco. Podría decirse que la vida exagerada de Billy Wilder es una travesía no sólo desde Europa hacia América, sino también de aquel invierno funeral de la guerra europea al verano perpetuo de la costa oeste, o de las tenebrosidades de Murnau y de Fritz Lang a los musicales de la Metro, o de las sombrías escenas berlinesas de Max Beckmann y Grosz a los paraísos acrílicos y azules de David Hockney.

Billy Wilder, que en Berlín amuebló su apartamento de soltero con objetos de la Bauhaus y que siguió siendo hasta hace muy poco un coleccionista arriesgado y certero de arte moderno, reúne en su biografía a zares, viajes, aventuras y películas suficientes como para abastecer las vidas completas de varios hombres y para enseñárnoslo todo sobre la historia del cine y la del siglo XX. Estuvo en un palco de un teatro a unos metros de Adolfo Hitler, y se acuerda de la mirada de Marilyn Monroe y de la del doctor Sigmund Freud, quien, por cierto, le echó de su casa al enterarse de que era periodista. Nació, como proclamaba de sí mismo Rafael Alberti, con el cine: que se acuerde de los tiempos en que las películas eran atracciones de feria es como si Graham. Greene hubiera podido acordarse en su vejez de la primera publicación del Quijote. El cine ha tenido una historia tan veloz, un proceso tan rápido de invención, clasicismo, amaneramiento y decadencia que un solo hombre ha podido ser testigo de su nacimiento, maestro de su plenitud y superviviente de sus mejores días.

Una ancianidad extrema

Billy Wilder vio dirigir películas a Erich von Stroheim y escribió guiones para Emst Lubitch. No habría sido más alucinante que Francis Bacon hubiera trabajado como aprendiz en el taller de Velázquez. Ahora es un anciano de 88 años que lleva más de veinte sin hacer una película, pero que acude cada mañana a su oficina con la misma puntualidad que si tuviera ante sí una impetuosa carrera de cineasta norteamericano. Seguramente sabe que la gente tiende a hablar de él en pasado, como si ya estuviera muerto. Tiziano, Picasso, Joan Miró, alcanzaron una ancianidad extrema y murieron con los dedos prácticamente manchados de pintura fresca. Con una edad muy parecida a la de Billy Wilder, Juan Carlos Onetti acaba de terminar una novela. El cine, que es un arte cuajado y fortalecido en el poderío industrial del capitalismo, carece tan absolutamente de piedad o de escrúpulos como la fabricación de armas, de modo que el talento de Wilder está condenado al silencio y a la esterilidad por la descarnada razón de que ninguna compañía de seguros accedería a cubrir con su póliza un rodaje dirigido por un hombre de más de 70 años. Reducido a la inactividad, deslenguado y cínico, superviviente de la mejor edad de la inteligencia y de los infiernos más inhumanos del siglo -la mayor parte de su familia desapareció en los campos de exterminio nazi-, Billy Wilder accedió a concederle una entrevista a su ex compatriota Hellmuth Karasek, y el resultado es un libro, Nadie es perfecto, que no acaba de ser una biografía ni un volumen de memorias, pero que tiene en sus mejores páginas la vivacidad y el desorden de una conversación apasionada.

Billy Wilder se acuerda de todo. Habla con esa impertinencia de los viejos que se han que dado sin más ejercicio posible que el de la rememoración y que además carecen del escrúpulo o de la necesidad de callar. Durante meses, día tras día, en su oficina de Hollywood, delante de una grabadora, la voz de Billy Wilder, que habla todavía inglés con un acento alemán de recién inmigrado, fue dejando testimonio incansable en el que la ironía prevalece sobre cualquier otra emoción, incluidas la de la vejez y la del oprobio del tiempo. Gracias a esas cintas, a ese libro recién publicado, la enciclopedia del siglo XX que es la memoria de Billy Wilder no se perderá del todo dentro de unos años. Inoculados por ella, algunos nos acordaremos del entierro del emperador Francisco José en un blanco y negro de película antigua, igual que nos acordamos del Jack. Lemmon enamorado y solo, y muerto de humillación y de frío en una acera de Nueva York, a las tantas de la madrugada.

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