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Iglesia, Estado y aborto.

La declaración de la Conferencia Episcopal Española sobre el aborto produjo una cierta irritación en el Gobierno y provocó numerosos y variados comentarios en los diferentes medios de comunicación social. La afirmación de los obispos de que el Estado no puede tomar decisión alguna respecto de la interrupción del embarazo, porque es ésta una cuestión que cae fuera de su competencia, fue recibida con una mezcla de sorpresa e indignación.Y, sin embargo, la Conferencia Episcopal Española no hacía más que cumplir con su obligación. La lógica interna de la doctrina católica no podía llevar a otra conclusión distinta. Como ha recordado recientemente la Veritas splendor, la doctrina católica se basa en la existencia de una "verdad objetiva", que tiene además un intérprete infalible en la tierra, que es el Sumo Pontífice. La Iglesia católica no puede reconocer la competencia de otro intérprete, porque todo su edificio doctrinal se derrumbaría. En consecuencia, tiene que negársela al Estado.

Obviamente, la Iglesia es una institución razonable y no niega la competencia del Estado sobre todo. Al contrario. La Iglesia considera, y considera de manera correcta, que el Estado es la expresión política de la sociedad, que únicamente puede operar sobre la base del principio de mayoría. Mayoría más o menos cualificada, según la materia de que se trate, pero mayoría siempre. Sobre la base de tal principio, el Estado puede decidir, legítimamente muchas cosas. En realidad, puede tomar decisiones sobre casi todo.

Ahora bien, hay algunas cuestiones que no pueden ser sometidas al juego de la mayoría y minoría, porque representan una verdad tan esencial, tan objetiva e incontrovertible según la Iglesia, que únicamente el Papa puede definirla. El aborto es, sin duda, una de ellas.

Ésta es la doctrina de la Iglesia, y esto es lo que la Conferencia Episcopal Española ha recordado. No hay nada nuevo. Los obispos no han hecho más que cumplir con su obligación. No hay lugar ni para la sorpresa ni para la irritación.

Quiero decir con ello que el Estado no tiene por qué darse por aludido por la declaración de los obispos, que no puede estar dirigida a él, sino únicamente a los españoles católicos, a los que se recuerda la doctrina oficial.

Lo que el Estado tiene que hacer es cumplir con su obligación exactamente igual que lo ha hecho la Conferencia Episcopal Española. Y por cumplir con su obligación entiendo hacer un análisis de la interrupción del embarazo lógicamente tan coherente, como el que han hecho los obispos, pero a partir de la naturaleza del Estado constitucional, que es bien distinta de la naturaleza de la Iglesia católica.

El Estado constitucional no puede admitir la existencia de una verdad objetiva, y menos aún que esa verdad objetiva sea definida infaliblemente por alguien distinto de sí mismo. Si la. Iglesia no puede tolerar la competencia del Estado, el Estado tampoco puede tolerar la competencia de la Iglesia.

El Estado es la expresión política de la sociedad, el resultado de un pacto articulado política y jurídicamente a través del poder constituyente, mediante el cual se determinan los principios esenciales a los que va a responder la vida en sociedad y se institucionalizan los órganos y procedimientos a través de los cuales se va a crear el derecho en la comunidad.

El Estado no tiene más verdad que el poder constituyente, que la Constitución. En su ámbito territorial y en lo que a su población se refiere, ésa es la única verdad oficial, que no sólo no admite, sino que no puede admitir competidores. La verdad del Estado es, por tanto, siempre una verdad relativa, nunca una verdad absoluta, como la de la Iglesia. Es la verdad históricamente alcanzada por la sociedad en cada fase de su evolución. Por eso la verdad constitucional cambia, evoluciona. Por eso las constituciones se reforman o por eso a veces las sociedades cambian de constitución.

Está, pues, claro que el Estado no sólo no puede aceptar, sino que tiene expresamente que rechazar la primera premisa de la que parte la Conferencia Episcopal Española y la doctrina católica: la verdad objetiva interpretada infaliblemente por el Papa.

Ahora bien, ¿qué ocurre con la segunda esto es, con el alcance posible del principio de mayoría? ¿Puede la verdad constitucional extenderse a todo, puede decidirse todo sobre la base del principio de mayoría?

Esta ha sido una de las cuestiones que se han planteado en la teoría política y constitucional desde los orígenes mismos del Estado constitucional. Y la respuesta a este interrogante ha tendido a ser negativa. Hay determinadas decisiones que no se pueden adoptar legítimamente por mayoría. Como diría B. Constant, "es incontestable que nadie debe ser detenido arbitrariamente; condenado sin haber sido juzgado; o juzgado, sino en virtud de leyes anteriores y siguiendo formas prescritas; verse impedido, por último, en el ejercicio de una manera incocente y pacífica de sus facultades físicas, morales, intelectuales e industriales. Estos derechos fundamentales de los individuos no deben poder ser violados ni por todas las autoridades reunidas".

¿Es la interrupción del embarazo una de estas cuestiones? Y si es así, ¿en qué sentido debe operar el límite al principio de mayoría?

La respuesta a este interrogante es positiva. Se trata de una cuestión que no puede ser resuelta sobre la base del principio de mayoría, pero en el sentido completamente opuesto al que pretende la Conferencia Episcopal Española. Al menos, por las tres siguientes razones:1. La interrupción del embarazo es, en su núcleo esencial, una cuestión sustancialmente resistente a la regulación estatal. Y lo es porque se trata de la "decisión más íntima y personal que un ser humano puede hacer en toda su vida" (son palabras del Tribunal Supremo de Estados Unidos en sentencia de 29 de junio del 92), y justamente por eso, el Estado no puede interferir en la misma, imponiéndole a las mujeres normas forzosamente basadas en creencias metafísicas acerca del sentido de la existencia o del valor intrínseco de la vida humana que ellas pueden no compartir.2. La constitución de manera legítima de una mayoría en este terreno resulta imposible, ya que se trata por definición de un problema que sólo puede ser vivido por la mitad de la población. Es la única cuestión en la que esto ocurre, y, en consecuencia no puede extenderse a ella la aplicación de un principio, como es el de mayoría, que presupone la vigencia inequívoca del principio de igualdad. Aquí no hay igualdad posible, y como no hay igualdad tampoco puede haber mayoría.

3. La Constitución española no dice nada respecto de la interrupción del embarazo, y este silencio del constituyente no puede interpretarse sino como una afirmación implícita, pero clara e inequívoca, de que no puede existir una "posición oficial", una "decisión del Estado", en relación con una cuestión como ésta, que afecta a las creencias más íntimas de los seres humanos acerca del concepto de existencia, del sentido de la vida, de la posición del ser humano en el universo y del propio "misterio de la vida humana", por utilizar la expresión del Tribunal Supremo americano en la sentencia citada.La única posición lógicamente coherente con la naturaleza del Estado constitucional, en general, y con la del Estado español constituido desde 1978, en particular, es el reconocimiento del "derecho de la mujer" de ser ella y únicamente ella quien tome la decisión de interrumpir o no el embarazo.Ciertamente, el Estado puede tener un interés legítimo en la protección del feto en cuanto bien jurídico protegible. Y, por tanto, es perfectamente admisible una legislación sobre interrupción del embarazo. Pero tiene que ser una legislación en todo caso respetuosa con el derecho de la mujer, que no sólo no impida, sino que ni siquiera obstaculice de manera indebida el que sea ella quien adopte la decisión. Esto es lo coherente, lo lógicamente coherente con las premisas del Estado constitucional, y por eso decía que el Gobierno lo que tiene que hacer es cumplir con su obligación de una manera tan consecuente como ha cumplido con la suya la Conferencia Episcopal Española.Parece que por fin el ministro de Justicia así lo ha entendido, y que se está elaborando un anteproyecto de ley de plazos. Confiemos en que sea elevado próximamente al Gobierno para su aprobación y posterior remisión a las Cortes.Lo menos que se puede pedir es que los servidores del Estado sean tan coherentes como los ministros de la Iglesia.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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