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Tribuna
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Trastienda

Vicente Molina Foix

Recuerdo un día, y no era la infancia, en que el teatro empezaba a las once de la noche y al salir los bares no habían apagado la cafetera. Eran tiempos difíciles, pero tal vez las dulzuras del desarreglo horario compensaban la amarga realidad de un país cafre y reprimido. Se decía que eso no podía durar, pero mientras corría el vino, se daban palmas al raso y era posible ver de madrugada personas paseando sin ponerse inyecciones en los brazos. Pierdan miedo los avanzados: esto no es el artículo de un nostálgico del viejo régimen. Cualquier tiempo pasado en este país bajo la dictadura fue infernalmente peor que el presente, pero eso no quiere decir que el avance de nuestra dignidad, de nuestro apetito cultural, de nuestro parque rodante, haya hecho nuestra vida diaria más feliz. En medio del grotesco quiero y no puedo europeo que se advierte, por ejemplo, en el trato de las ventanillas oficiales o en la compostura de la policía, el Gobierno actual pretende hacer progreso europeísta cayendo en el ordenancismo más acendradamente paleoespañol.

Yo soy ese usuario diario de pequeños comercios que una vez por semana se corre una aventura en el gran almacén; creo compartir la promiscuidad con millones de seres normales. Pero también soy uno de los muchos perplejos ante nuestra conversión en un país donde la autoridad quiere imponer (en su mímesis de lo peor) los hábitos horarios del ocio de la Europa más fosca y calvinista, mientras que sus propios entes públicos y sus hoy tan amados pequeños tenderos cierran todos los días de dos a cinco para echarse la siesta y se cuelgan de un puente cada mes, a horas y en días en los que, en esa misma Europa imitada, todo funciona.

Horas y días en que los costumbristas cumplen sus pequeños ritos y los desarraigados no tenemos más cosa que irnos de merodeo por ese no man's land que ahora llaman las grandes superficies

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