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Orden y desorden

Asistimos a una importante evolución, cuyas manifestaciones nos sorprenden, pero de la que no logramos adquirir globalmente conciencia. Estamos inmersos en un proceso que nos hace abandonar el principio de orden y jerarquía, el principio de poder y autoridad, en favor de un estado aún mal definido, cuyas palabras clave serán redes, diversidad, consenso, negociación, dinámica social, subsidiariedad...Para comprender, conviene echar un vistazo a algunos casos significativos, elegidos entre otros muchos.

Hace ya décadas que en la pareja se está construyendo, no sin problemas, la igualdad, la relación de socios entre la mujer y el hombre. Esta transformación es ya una realidad jurídica en muchos países, y está alcanzando poco a poco a todas las sociedades, aunque sea con dificultad. Un nuevo estado, una relación igualitaria, está sustituyendo a la sumisión tradicional, en unos casos, y, en otros, a la poligamia. A las tensiones soterradas sucede una tensión aceptada, o a veces rechazada mediante el divorcio.

En la familia, el nuevo comportamiento de la pareja parental está acompañado por una profunda modificación de las relaciones entre padres e hijos. La casa ya no es el espacio cerrado en el que éstos vivían confinados. Las puertas y las ventanas están abiertas, la televisión invade los hogares, el colegio se convierte en un lugar de confrontación más que de disciplina, la calle es el escenario de todas las libertades. El padre y la madre negocian constantemente con el hijo y la hija. Tienen que convencerlos. La autoridad, en los casos en que sigue vigente, ya no es institucional, sino de persuasión y adhesión.

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El colegio ya no es el lugar que, junto con la familia, enseña todo al niño. Éste llega a él saturado de mil informaciones a menudo mal digeridas. El profesor ya no goza del esplendor de antaño. Todavía pretende ser el depositario del saber, y pierde la oportunidad que se le ofrece de ser el maestro en método que el niño y el adolescente necesitan para poner orden en sus mentes. La clase ha dejado de ser ese lugar de silencio y disciplina en el que se formaron nuestros mayores; es un lugar de debate, y la atención de los alumnos y su silencio se derivan menos del principio de autoridad que de una autoridad basada en la adhesión.

De este modo, en el ámbito de la vida personal resulta cada vez más difícil ser cónyuge, padre, maestro, y niño también. Las consecuencias pueden ser muy negativas, pero también muy positivas, Siempre que se quiera y se acepte la evolución. Pero en el seno de las empresas se ha producido una transformación similar. Globalmente, ha conocido tres fases. Al principió, el jefe era el jefe porque era el dueño, y los trabajadores no eran más que prestadores de servicios remunerados por labores no negociadas. La rebelión contra las condiciones de trabajo, la organización de los trabajadores en estructuras externas a la empresa, la renovación del pensamiento social, económico y político, desembocaron en el enfrentamiento entre las clases y en las grandes negociaciones colectivas.

Según las tradiciones consolida das, el jefe-propietario era el amo en su casa, pero el propietario se ha vuelto múltiple, porque la so ciedad anónima ha involucrado en la aventura de la empresa a un sinfín de participantes. Los ex pertos, los técnicos, los directivos, se han convertido en garantes de la continuidad y del equilibrio interno de la empresa, frente a la impotencia de los innumerables propietarios. La evolución técnica y el desarrollo del sector terciario también han incrementado la importancia de los directivos. Pero el paro ha llegado a afectar a estos últimos; los sindicatos ya no saben si defienden a la clase obrera, parados incluidos, o sólo a los trabajadores privilegiados que efectivamente trabajan. Las reestructuraciones capitalistas hacen que el panorama sea inestable, imprevisible, inquietante. La fábrica, el taller, el laboratorio, la oficina, se con vierten en lugares de negociación permanente donde directivos y obreros se solidarizan para so brevivir. Se solidarizan contra los múltiples y fluctuantes dueños del capital, contra la evolución de un mundo en el que se crean redes de solidaridad frente a una evolución insondable y amena zante. La autoridad ya no existe; parece que sólo sobrevive el derecho de los propietarios, ávidos de beneficios. Y, frente a ello, la rebelión.

Había un lugar de consenso en el que la legitimidad, y por tanto la autoridad de los cargos elegidos, estaba basada en el respeto a la regla democrática: ese lugar era el municipio. El ciudadano, depositario del principio de poder, delegaba en el alcalde, confiando en él hasta las siguientes elecciones. Y el alcalde, cuyo aumento de responsabilidad provenía de su elección por sólo una mayoría de sus conciudadanos, se convertía, al instalarse en la casa común, en el alcalde de todos, en el confesor, el consejero, el protector de todos, llevando a cabo una gestión propia de un buen padre de familia. Ahora, implícita o explícitamente, se reivindica por doquier una democracia participativa en la que la responsabilidad de los ciudadanos ya no se exprese sólo mediante la elección que supone votar, sino también a través de la supervisión y del debate. El alcalde ya no es el único señor después de Dios. Debe explicar, negociar, convencer constantemente. Si no cumple sus nuevas obligaciones, cosa que sigue ocurriendo a menudo, desaparece la confianza y el municipio deja de ser una comunidad para convertirse en un lugar de indiferencia o de conflicto. Entretanto, el desarrollo de las ciudades genera un sinfín de entes administrativos, y al alcalde le es cada vez más difícil conocer y encamar a aquellos a los que representa. Surgen nuevos medios que no son exclusivamente debidos al arte de la comunicación.

¿Qué decir de la política nacional? El mal parece estar por todas partes. El Estado ya no es la autoridad permanente, general, tutelar, simbólica que era. Ha abusado de ella y ahora es cuestionado, desde dentro y desde fuera. Se debilita, y las ranas que anteayer buscaban un rey y que desde ayer sólo desean destronarlo empiezan a preguntarse hoy si no estarán destruyendo el símbolo que necesitan ante lo indescifrable de una época incierta. La propia nación, forjada por una voluntad organizadora según el capricho de los tiempos, vacila entre su unidad y su diversidad. Según el momento, se moviliza o se divide, pero da la sensación de que hoy le costaría movilizarse como lo hacía antaño cuando se sentía "en peligro". El vínculo social, el vínculo político y el vínculo nacional se han debilitado. Y los partidos no parecen ser ya más que máquinas de recoger los votos necesarios para ejercer y acaparar el poder. Los partidos se parecen y, a la vez, se oponen más de lo que sería conveniente. Ya no proporcionan ni un modo de entender y de hacer la historia ni una interpretación homogénea y esclarecedora del futuro. Cambiar de partido en el poder es cambiar de equipo, de estilo, de discurso, y tal vez ni siquiera eso, pero sólo supone cambiar la manera de sufrir la historia. Ha muerto la era de las ideologías, lo cual está bien, pero también la era del ciudadano,

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