El papel de tornasol
La intervención de Banesto por el Banco de España no ofrece de manera inmediata a la reflexión política otra moraleja que la satisfacción de comprobar el buen funcionamiento de algunas instituciones del Estado. La presunción de veracidad, defensa de los intereses generales y correcta información ampara a las autoridades monetarias, que tomaron en pocas horas una decisión tan difícil como sustituir al Consejo de Administración de Banesto por una especie de comisión delegada de los restantes grandes bancos españoles. Aunque probablemente no escasearán en el futuro los intentos de organizar a sueldo el linchamiento moral del gobernador del Banco de España, la competencia y la honradez de Luis Ángel Rojo son el mejor aval de su conducta.Pero este episodio también sirve para poner a prueba -como el papel de tornasol en los experimentos de química recreativa- algunos de los grandilocuentes sermones que atribuyen al poder político la condición de fuente única y exclusiva de todos los males imaginables en la vida pública española. Ahora se comprueba que las cuantiosas inversiones realizadas en los medios de comunicación por el ex presidente del Banesto no hacían sino traslucir su perspicacia a la hora de entender las posibilidades que tiene el poder económico para manipular -de manera unas veces finamente sutil y otras grotescamente burda- la información y la opinión al servicio de sus propios intereses. Algunas reacciones pavlovianas en defensa de Mario Conde -a la vez patéticas y cómicas- sirven a la perfección para ejemplificar la curiosa rentabilidad de los dineros enterrados a fondo perdido en la prensa, la radio y la televisión.
La mayoría de las críticas lanzadas contra el gobernador del Banco de España se inscriben en la tradición, de aquella pieza del teatro del absurdo avant la lettre que Tono y Mihura bautizaron con el título de Ni pobre, ni rico, sino todo lo contrario. Algunos socios despechados de Mario Conde consideran que la medida se produce demasiado tarde y que el Gobierno es culpable por no haber cortado en seco la situación antes: presumiblemente al día siguiente de que los antiguos beneficiarios de Banesto se convirtiesen en sus rencorosos damnificados. Pero los actuales protegidos del banquero destronado optan, en cambio, por considerar que la decisión se ha tomado demasiado pronto y que la intervención debería haberse demorado por tiempo indefinido, a la espera de que la institución bajo sospecha saliese milagrosamente de apuros.
Los censores del Banco de España no están dispuestos a que la desagradable intemperancia de las cifras les estropee la amable digestión de sus prejuicios. Tal vez una interpretación abierta de la Constitución permita concluir que los españoles tienen derecho a los delirios de persecución. Sólo en tal caso habría que considerar con benevolencia las teorías según las cuales la intervención de Banesto y la suspensión de pagos de PSV por problemas económicos están en realidad al servicio de una tortuosa estrategia política de Felipe González para acabar con Mario Conde y con Nicolás Redondo.
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