Carlos III, en una tarde de bachillerato
Para innumerables generaciones de españoles que cursaron la enseñanza secundaria durante el franquismo, Carlos III fue, sobre todo, un punto de reposo, una parada y fonda en el imperial ocaso de las Españas.Las cosas ya amagaban desastre en los últimos años de Felipe II. Tras inmarcesibles victorias camino de San Quintín y tratados de paz sobre Italia con grave humillación del francés, una Armada que no fue invencible en 1588 comenzaba a hacernos barruntar lo peor. Pese a algunos altos en la cuesta abajo que le hacían a uno concebir esperanzas, los Felipes III y IV eran Habsburgos cada vez más prognáticos y menos laboriosos. Y Carlos II, en el último tercio del siglo XVII, sólo serviría para confirmar nuestros peores presagios. Los primeros Borbones, ya en el XVIII, es verdad que parecían, en cambio, voluntariosos; pero nada acababa de salirles a derechas con tanta Isabel Farnesio, esposa y madre de reyes, intrigando por allí. Por eso, Carlos III representaba un respiro a la espera de tiempos mejores.
Con el monarca carolino, de formación italiana, un nuevo europeísmo parecía llegar a la Península. Su principal ministro, el transalpino Schilacci -el del motín-; sus planes para hermosear Madrid, inspirados por arquitectos también italianos como Sabatini -el de los jardines-; y su concepción civilizada de la vida, en suma, eran algo novedoso en una España en la que el primitivismo castizo gozaba ya de una excelente prensa, como demostraría tiempo después el terrible Unamuno.
El reinado de Carlos III (1759-1788) anticipó puntos de contacto con la modernización del país que hemos vivido en los últimos años. La Inquisición fue virtualmente reducida a la inactividad, se limitaron los privilegios ganadero-feudales de la Mesta, se puso fin al establecimiento de manos muertas eclesiásticas sobre las tierras de labor, se creó una contribución universal a manera de simplificación impositiva, se decretó la libertad de comercio española con América, lo que, notablemente, introdujo a los puertos catalanes en las vías comerciales del achacoso imperio, se dieron al Ejército las llamadas Ordenanzas de Carlos III, que lo transformaban de milicia posfeudal en fuerza militar pasablemente moderna.
Todo ello venía a ser algo así como el equivalente de la reconversión industrial, la liquidación del nacional-catolicismo, el impuesto sobre la renta, el reconocimiento de las autonomías, el adelgazamiento de las plantillas de jefes y oficiales, las leyes del aborto y del divorcio y el ingreso en la Comunidad Europea en este tiempo contemporáneo. El soberano también tuvo que enfrentarse, por añadidura, a una oposición ultra, y su particular 23-F fue la algarada lumpen de chisperos y manolas estipendiados por una aristocracia feudal que ha pasado a la historia como motín de Esquilache. Carlos III fue, por tanto, el primer rey liberal-capitalista de nuestra historia. Y, como demuestra la reciente suerte de la URSS, habrá que suponer que eso fue un acierto.
Neutralismo depauperado
El monarca reanudó, asimismo, la política de los pactos de familia con la vecina y borbónica Francia, sacando a España del neutralismo depauperado de su antecesor y hermanastro, Fernando VI. El país volvió a contar en el concierto europeo, e incluso un par de carambolas bélicas le permitieron recuperar de los británicos Menorca y la Florida en 1783. Y pensemos que no se le había ganado ni una escaramuza a Inglaterra desde el siglo XVI.
El mérito de Carlos III fue, por todo ello, el de saber ser un soberano de su tiempo, el de conformarse con ser menos rey personal que sus antecesores y dejar, así, que la época actuara a su alrededor, con la colaboración de la mejor plantilla imaginable: Esquilache, Floridablanca, Campomanes, Aranda.
Otra cosa es la leyenda hagiográfica al estilo de el mejor alcalde de Madrid, o. creerle un soberano esponjado en la Ilustración que entretuviera una corte de sabios y poetas. Eso sólo pasaba en Prusia, que era un país de funcionarios. Muy al contrario, Carlos III fue, en lo estrictamente personal, tirando a abúlico, en absoluto intelectual, dominado por la pasión devoradora de la caza, a la que se dedicaba día con otro en las proximidades cinegéticas de Madrid. El cuarto Borbón que nos reinaba sólo creía en el despotismo ilustrado por delegación, y no olvidemos que el Soñador para un pueblo de Buero era el propio marqués de Esquilache y no el monarca.
Pero, con todo, nunca le agradeceremos lo bastante a Carlos III que nos levantara la moral en aquellas tardes de bachillerato de nuestra niñez, en las que aprendimos que España tenía mucha historia y que parte de ella no la habríamos querido ni regalada.
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