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Tribuna:
Tribuna
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Pintó la mujer morena

Es un querido fantasma de mi adolescencia, que una vez y otra regresa; un amable revenant. En estas postrimerías de 1993 me ha convocado de nuevo a confrontarlo, y acudo, y me detengo a contemplar, no sin cierta fascinación, la exposición antológica de sus pinturas: Julio Romero de Torres (1874-1930). Al repasarlas, remotos sentimientos de juventud se mezclan en mi ánimo a muy distanciadas reflexiones de ancianidad; reflexiones que giran en tomo al tema de las alternativas de la fama, de los equívocos del prestigio, de la inestable apreciación de los valores artísticos. Pues es lo cierto que en la década de los años veinte el arte pictórica de Romero de Torres suscitaba en mí una intensa respuesta; pero para la década siguiente ya no reclamaba más mi adhesión: había quedado ya fuera del campo de mis estimaciones estéticas positivas. Y, por lo demás, ese cambio en el ánimo respondía a alteraciones semejantes en el terreno colectivo.Mucho tiempo después pude comprobarlo, retrospectivamente, con ocasión de un episodio del que hay constancia en mi libro de Recuerdos y olvidos. Relato ahí cómo, hacia 1980, la editorial Labor me había pedido permiso para reproducir cierto artículo mío en un volumen ilustrado que preparaba como testimonio de homenaje a la memoria del pintor famoso. Yo no recordaba en absoluto semejante escrito de mi pluma, y cautamente pedí que se me enviara una fotocopia del texto antes de decidirme a conceder la autorización requerida. Leerlo fue para mí una sorpresa. Me sorprendió, por lo pronto, su fecha (28 de febrero de 1923: cuando sólo contaba 16 años), y mucho más me sorprendió, en vista de ello, que no estuviera del todo mal escrito. Publicaron en efecto, a fines del año 80, el hermoso volumen proyectado, y ahí figura aquel mi precoz trabajo en compañía de otros firmados por Enrique Diez Canedo, Miguel de Unamuno, Emilia Pardo Bazán, Eduardo Zamacois, Gregorio Martínez Sierra, Ramón del Valle-Inclán, Ramón Pérez de Ayala, Serafín y Joaquín Álvarez Quintero y José Francés.

A la fecha de mi juvenil artículo, Romero de Torres se hallaba en el ápice de un reconocimiento que empezaba ya a ser popular y aun populachero, pero que estaba sostenido -resulta evidente- por un amplio, quizá unánime, consenso de la aristocracia de las letras. Como de otros pintores españoles de la época, se daba por entendido que su pintura correspondía a la preocupación dominante en las entonces activas y vigentes generaciones del 98 y novecentista; que sus cuadros expresaban la realidad profunda, esencial, de nuestra tierra. "Romero de Torres derrama por sus pinceles el alma de Andalucía", comprobé que, en consonancia, comenzaba afirmando ese ingenuo muchachito que pude ser yo en 1923. (Ortega y Gasset -lo recuerda el prologuista del libro en cuestión- había declarado que "lo admirable, lo misterioso, lo profundo de Andalucía está más allá de esa farsa multicolor que sus habitantes ponen ante los ojos de los turistas", y añadía que "uno de los datos para entender el alma andaluza es el de su veJez"). Alma andaluza; alma española; en fin, al fondo el consabido problema de España... Aquel ensayito mío discurría, pues, por los cauces habituales, aunque a decir verdad era más parco que otros en cuanto al empleo de la quincalla retórica al uso, pues cuando menos no tuve que sonrojarme de haber invocado a propósito de Romero de Torres los nombres de Séneca, de Lucano, de Maimónides y del Gran Capitán. De cualquier modo, al Zéitgeist de entonces pertenecía todavía la acuciosa quête de ese elusivo Grial: nuestro Volksgeit, y, aunque yo no tardaría en destetarme, tal era, y no otro, el alimento espiritual con que se había nutrido mi crianza. Vendría enseguida para mí un periodo de muy diferentes búsquedas, y cuando, durante la fase de mi inmersión en el vanguardismo literario, pensaba con las gentes de mi propia generación que este país estaba superando ya su retraso, su enajenado aislamiento y el resentimiento consiguiente, sobrevino la guerra civil, cuyo desenlace había de volver a recluirlo de golpe, traumáticamente, en el estado de su peor enclaustramiento.

Veinte años tendrían que pasar antes de que yo, habiendo de lado atrás todo aquello, pudiera regresar de mi exilio. Y desde la fecha de ese regreso hasta ahora, 30 años más han transcurrido; en suma, medio siglo. Este medio si glo ha traído mutaciones espectaculares para el mundo entero, y no digamos para España. Me diante un proceso que en algún momento vino a ser vertiginoso, España se ha homologado, para bien y para mal, con el resto de los países modernos, y ello parece milagro; pues durante aquellos primeros 20 años, los que duró mi ausencia, el régimen a que el país estuvo sometido daría lugar a que las tendencias culturales en él existentes desde antes de la guerra, en vez de evolucionar de una manera normal y sana, se mantuvieran retestinadas en un perverso anquilosamiento que terminaría revistiendo de penosa odiosidad a obras y figuras no merecedoras por sí mismas de tanto desdén.

La personalidad artística de Romero de Torres, quien había muerto pocos años antes en plena consagración, empezaba a ser ya mirada al soslayo, con embarazada reticencia, en el breve lapso de la preguerra. Después de todo, el andalucismo, alcaloide del españolismo y colmo de lo castizo, tenía también otros valedores muy respetables, y aunque las imágenes pintadas por Romero se prodigaban con exceso en el cartel y el almanaque publicitario, la poesía de un García Lorca prestaba al gitanismo la coartada de su imaginería vanguardista (pronto vendrían los imitadores a vulgarizarlo en boca de cantantes o cantaoras folclóricas), y los hermanos Machado, al alimón o cada uno por su propia cuenta, se aplicaban a cultivar la copla. En mi articulete de marras celebraba yo "la Andalucía de Romero de Torres y también la de Manuel Machado. Manuel escribe cantares, Julio los pinta...".

En efecto, nuestro artista plástico había desarrollado desde muy temprano sus habilidades pictóricas en una decidida dirección literaria, como literaria lo fue también -en este sentido negativo de la palabra- la pintura de un Regoyos, de un Zuloaga, de un Sorolla, de un Zubiaurre, y aun, en cierto modo (esto es, sin consciente deliberación por parte suya), la del genial Solana, todos ellos inclinados a expresar con los pinceles el contenido de una ideología de ponderación casticista, bien que no exenta a veces de cierta carga crítica. Pero a diferencia de la mayoría de ellos, lo literario en Romero de Torres aparecía emparentando más bien con las estilizaciones de los simbolistas franceses y de los prerrafaelitas ingleses, a tal punto que incluso cabría advertir algún sesgo amablemente irónico (o quizá hasta de homenaje) en las marcadas alusiones que sus cuadros contienen a diversos ejemplos de la pintura italiana vista por él en los museos.

Desde luego, no sería reproche demasiado grave el que pudiera hacérsele a un pintor por haber puesto sus destrezas artesanas al servicio de propósitos expresivos distintos del inmediato y esencial efecto estético adscrito a las virtudes de la forma y el color. Sea como quiera, el espectador entendido captará siempre los valores plásticos de cualquier pintura con abstracción de lo representado o sugerido en el lienzo, y aunque a veces este componente, cuya función de soporte o aun de pretexto es legítima, pueda en su exceso resultar perturbador e irritante, el equívoco que semejante señuelo introduce en el cuadro es agradecido en todo caso por el público profano, quien suele premiarlo con los beneficios de la popularidad. Después de todo, lo que llamaríamos pintura pura ha sido cosa muy excepcional en la historia del arte, y cuando se produce corre a su vez el riesgo de derivar hacia lo puramente decorativo. El toque está en que el interés por el asunto del cuadro no llegue a suplantar el interés, que debe ser principal, por la calidad estética de la pintura, tendiéndose con ello una trampa al espectador inocente.

Lo expresado en una pintura (su argumento, o su significado, o su mensaje, es decir, ese elemento literario) puede asumir, por cierto, manifestaciones muy varias. Los famosos relojes blandos de Salvador Dalí -por ejemplo-,

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Pintó la mujer morena

Viene de la página anteriorsu tan reproducido crucifijo visto desde arriba, son cosa en verdad tan ajena a las calidades pictóricas del cuadro respectivo como la mujer morena que en los suyos retrataba Julio Romero de Torres. Si después, y hasta hoy, el vulgo pretencioso se complace en considerarse sofisticado al admirar los mentados relojes y venerar al original Cristo, la nación entera, sin incurrir en tan ridículas pretensiones, ha :recibido con beneplácito durante mucho tiempo la información, incansablemente transmitida por canzonetistas, gramolas de los bares, empleadas del hogar, de que Julio Romero de Torres pintó la mujer morena, tipificación ésta repetida también hasta la náusea en muchas reproducciones de calendario. En mis citadas memorias refiero cómo, al regreso del exilio, ya en la década de los sesenta, "encontré que la imagen de la mujer morena pintada por Romero de Torres adornaba los billetes de 100 pesetas, sustituida luego en ellos (lo que no es incongruente si bien se mira) por la imagen del músico Falla. Cuando aquella emisión circulaba era frecuente encontrar, merodeando por los restaurantes y colmaos del Madrid andalucista castizo, a una vieja decrépita de ojos maravillsos, quien, bajo la pretensión de haber sido modelo y amante del pintor, conseguía que algún cliente le regalara un ejemplar de ese retrato suyo oficialmente acuñado", etcétera (pues hay un etcétera).

Ha pasado el tiempo, y con una más de sus vueltas, viene a presentársenos hoy, en este fin de siglo, cuando ya no ha lugar a esos alardes esnobistas que suelen recrearse- en lo supuestamente kitsch o camp, una amplia exposición antológica de la obra de aquel singular Romero de Torres, pintor famoso tan representativo a su particular manera de un cierto momento español, reclamando que su arte sea estudiosamente considerado por parte de quienes tienen competencia para aquilatarlo. Muy significativamente, viene a coincidir esta exposición con la edición responsable de la obra poética de Manuel Machado, cuya figura está concitando a su turno un interés nuevo, que sin duda llevará también, mediante el estudio que merece, cuidadoso, serio y exento de prejuicios circunstanciales, a reponerla en su lugar debido dentro de la historia literaria.

En cuanto a mí, que no presumo de entendido, la hermosa muestra de los cuadros que hicieron famoso en su día -y todavía quizá más tras de su muerte- a Romero de Torres me ha dado ocasión, con ese "volver a ver" que era para Azorín cifra del "vivir", para -melancólico y reflexivo- enfrentarme una vez más y por último con uno de los más gratos fantasmas de mi remotísima adolescencia.

es escritor.

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