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Europa ante los tribunales

Desde su comienzo, y muy acusadamente desde 1964, el proceso de integración europea se viene haciendo según una doble vía, asimétrica o quizá divergente. En lo que toca a lo político, a la sustancia de las decisiones y al procedimiento para adoptarlas, la Comunidad opera con arreglo a los modos clásicos de las organizaciones internacionales. Las decisiones se toman por unanimidad, o al menos sin disenso, de manera que no existe realmente poder alguno de la Comunidad superior al de los Estados, que siguen siendo soberanos, aunque en ocasiones, y dentro del marco de los tratados, ejerciten en común su soberanía. En lo jurídico, por el contrario, la relación entre el derecho comunitario y el derecho interno de los Estados miembros se produce según los esquemas propios del Estado federal. Las normas jurídicas comunitarias se aplican directamente en el interior de los Estados y prevalecen sobre las de éstos; incluso sobre la propia Constitución.Esta divergencia casi esquizofrénica que animaba las ilusiones de los crédulos es resultado de una serie de decisiones concretas, tomadas todas ellas, precisamente, en Luxemburgo. De una parte, el célebre compromiso impuesto por el general De Gaulle, que eliminó en la práctica las decisiones por mayoría; de la otra, la obra tenaz del tribunal de justicia que tiene allí su sede. Razonando exclusivamente desde la lógica propia de los tratados fundacionales, que interpreta en el sentido más radicalmente supranacional, el tribunal ha resuelto los problemas que plantea la relación entre derecho comunitario europeo y derecho interno por el procedimiento, históricamente acreditado por Alejandro Magno, de negarlos. Animado de un activismo que no oculta, ha ignorado deliberadamente las dificultades que los jueces nacionales encuentran para aceptar sus tesis y les ha impuesto, una tras otra, decisiones que tienen difícil encaje en las reglas propias del derecho interno, que son, naturalmente, las que fundamentan el propio poder del juez y las que éste, sobre todo, ha de respetar. Por eso los jueces nacionales se han resistido; aunque a regañadientes, y siempre con reservas, han ido cediendo poco a poco. Nunca del todo, creo, los británicos, y hasta hace poco tiempo, apenas un par de años, el Consejo de Estado francés.

Este activismo de los jueces de Luxemburgo ha hecho correr ríos de tinta, y son muchas las teorías construidas para explicar sus causas y sus efectos. Los juristas europeos y europeístas lo consideran a la vez admirable e ineludible. El tribunal, dicen, se ha limitado a interpretar los tratados con lucidez y a aplicarlos con vigor, venciendo con firmeza la resistencia de los jueces nacionales, incapaces de superar el más estrecho nacionalismo; a él es a quien tenemos que agradecer sobre todo la Europa que existe. Los científicos de la política son menos unánimes en sus juicios y menos entusiastas en su valoración del tribunal. Para unos, ese activismo, que ha asustado a los Gobiernos, ha entorpecido la integración y es una de las causas por la que los Estados se resisten a abandonar la regla de la unanimidad; para otros, por el contrario, el tribunal ha sido más bien instrumento de los Gobiernos, a los que ha permitido precisamente adoptar, sin contar con sus respectivos Parlamentos, decisiones que difícilmente hubiera podido pasar a éstos.

En todo caso, es este activismo el que ha justificado una actitud muy difundida, que el propio presidente del Gobierno hacía suya unos días atrás en estas mismas páginas. Es verdad, en efecto, que, como consecuencia de esa doble vía, es difícil entender o explicar el "proyecto europeo" con las categorías propias del derecho constitucional ni con las categorías clásicas del derecho internacional.

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La afirmación es, por lo dicho, en alguna medida cierta, y por eso, y en esa misma medida, extremadamente inquietante. Como la Comunidad Europea es una "comunidad de derecho", sin más legitimidad que la que éste le presta, declararla jurídicamente inexplicable e incomprensible (y a eso equivale la tal afirmación, pues, naturalmente, no disponemos para el empeño de otras categorías que las que nos proporcionan el derecho constitucional y el internacional, clásicas o no) equivale cuando menos a poner en cuestión su legitimidad, de la que, efectivamente, dudan muchos europeos.

Esa duda, que es cosa de eurófilos y no de eurófobos, cuya hostilidad frente al proyecto europeo tiene por lo general otras raíces, es la que explica las reformas constitucionales que con motivo del Tratado de Maastricht se han producido en Francia y en Alemania y las sentencias dictadas por los tribunales constitucionales de esos dos países, y en alguna medida incluso por el español, ante el que la cuestión se llevó de manera muy torpe y en el peor momento imaginable.

La última de estas sentencias, la dictada por el tribunal alemán el pasado octubre, está construida sobre un precepto constitucional (el artículo 38) que se limita a decir que los miembros del Bundestag representan al pueblo alemán y son elegidos por éste; una afirmación en la que el tribunal de Karlsruhe entiende implícita la idea de soberanía nacional, que la Constitución alemana, por razones fácilmente comprensibles, no enuncia en términos enfáticos como la francesa o la española.

A partir de ahí, la sentencia proclama, con una crudeza que choca con lo que hasta ahora se venía considerando entre los ortodoxos del europeísmo como politically correct, que el poder de la Comunidad procede del pueblo de cada uno de los Estados miembros (no, claro está, del pueblo de los lánder o de las comunidades autónomas) y que, por tanto, son los Parlamentos de los Estados miembros los que han de controlar el ejercicio de ese poder. La afirmación, que resultaría trivial si no aludiese a una realidad olvidada, no hace más que insistir en la línea ya abierta por las reformas constitucionales de Alemania y de Francia. No sólo está expresada, sin embargo, en términos mucho más rotundos, sino acompañada también de otras muchas que, de manera expresa, no figuran ni podían figurar en esas reformas, ni han sido explicitadas tampoco en términos comparables por los demás tribunales de Europa. Que las cesiones opuestas en común de la soberanía son revocables, que han de ser precisas y concretas, incompatibles con la idea de una ampliación por decisión de la propia Comunidad, como hasta ahora en algunas ocasiones se venía haciendo y muchas predicando. Que por esa misma razón, lo cual es quizá ya menos evidente desde el punto de vista jurídico, es el propio Tribunal Constitucional alemán el que ha de juzgar (en el caso de Alemania, naturalmente, pero la doctrina es necesariamente aplicable a todos los demás Estados) si el uso que las instituciones comunitarias excede o no del límite que las transferencias les imponen o lesiona los derechos que a los alemanes concede su propia Constitución, para lo cual revoca expresamente una anterior y célebre sentencia propia.

Las transferencias de soberanía, por lo demás, sobre ser siempre revocables y precisas, tienen un límite infranqueable, pues el Bundestag ha de mantener siempre en sus manos la parte más sustancial del poder político; todo lo necesario para que el pueblo alemán siga siendo dueño de su propio destino. La Europa que contemplan los tratados es una confederación, no en modo alguno un Estado federal, no los Estados Unidos de Europa. Estas afirmaciones, repetidas en la sentencia, no destruyen nada que ya existiera ni significan un freno para la construcción de la Unión Europea. Sí imponen un cambio radical en el método hasta ahora seguido para esa construcción, que difícilmente podrá seguirse haciendo mediante la fórmula monettiana de no plantear nunca la cuestión de la soberanía, porque esta cuestión ya ha sido planteada. Obliga, desde luego, a acomodar las relaciones jurídicas a las políticas y crea no pocas dificultades de funcionamiento, pero también hace posible comenzar a construir en serio un derecho constitucional europeo, cuya expresión más autorizada hasta el momento es esta sentencia del tribunal alemán, tanto por su origen como, sobre todo, por la solidez de su construcción jurídica.

es catedrático de Derecho Constitucional.

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