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Solchaga y el suelo

RUBENS HENRÍQUEZ HERNÁNDEZEl autor sostiene que la disciplina urbanística ha empeorado en España, a pesar de las leyes promulgadas por las comunidades autónomas, y repasa el estado de la cuestión.

A raíz de su intervención en la convención del PSOE en Bilbao, Carlos Solchaga publicó un artículo exponiendo sus ideas sobre el intervencionismo y los poderes públicos en relación con el mercado del suelo.Ahora que se ha producido una llamada concreta de atención sobre estos problemas, sorprende que en España ocupen tan poco a la opinión pública, incluso que ni en los ambientes políticos, ni siquiera en los técnicos, sean objeto de un tratamiento acorde con su importancia. Como se dice en el artículo, el suelo es una parte esencial de uno de los bienes de consumo más importantes -la vivienda- de las actividades productivas y de servicios y, por tanto, de factores económicos y sociales primordiales.

El interés del debate es, por tanto, excepcional. Carlos Solchaga, además, acierta cuando critica la discrecionalidad de la autoridad urbanística en España y la grave incidencia económica de la pérdida de tiempo originada por la intervención de las administraciones públicas; el traslado a los productos inmobiliarios finales del sobrecoste que sufren los operadores económicos, y el efecto de este sistema en el incumplimiento generalizado de las leyes urbanísticas.

No obstante, la vía de solución aportada se centra exclusivamente en la introducción en el mercado del suelo de situaciones de competencia, que es una visión corta dentro de la complejidad del problema. Flexibilizar los usos del suelo para que entren en competencia como medio para abaratar los precios del mercado puede tener efectividad en casos concretos -los usos de oficinas en determinadas zonas urbanas, por ejemplo-, pero tiene poca incidencia en el uso de vivienda, al que se dedica la generalidad del suelo ordenado, y menos aún en la vivienda de carácter social, de por sí un producto de poco nivel de competencia.

Ciertamente, la política española sobre el suelo parte de la base de que los propietarios están interesados sólo en el lucro y de que cuanto más se les aparte del sistema se ordenará mejor el urbanismo, para lo cual se les merma su capacidad de acción, trasladando las decisiones a la autoridad urbanística, que es la que debe buscar el interés público.

Igualmente, cierto es que este planteamiento falla y que uno de sus defectos es ese "complejísimo sistema de tramitaciones que han de ser resueltas por distintos organismos que a su vez actúan con lentitud"; pero Solchaga ofrece un enfoque superficial en su análisis de las razones por las que la Administración no logra sus objetivos.

El problema, que es más profundo, comienza con un fallo básico de la política de suelo: el conceder la mayor importancia en la ley al ámbito de la ordenación, y se acrecienta -en ese mismo ámbito- con lucubraciones que llegan a desenfocar su planteamiento.

En este capítulo de consideraciones está la reciente ley de 1990, que da un paso, digamos, progresista, al extender al suelo urbano el sistema de regulación de los aprovechamientos edificables, de derechos y deberes, en los que se alinean las participaciones de la Administración en el suelo, pero la crítica especializada ha señalado ya que el sistema es tan complejo que es casi imposible ponerlo en práctica y que se está produciendo una creciente resistencia en su aplicación.

Y lo que no se dice sobre este desenfoque -por un generalizado desconocimiento del problema- es que, en el fondo, la filosofía esencial de la ley, al operar sobre unos plazos perentorios para que el suelo se urbanice, castigando simultáneamente al propietario que los inclumple mediante expropiaciones a unos precios artificiosos, fue exactamente el planteamiento de la ley española de 1945, que luego la ley de 1956 generalizó, con un resultado histórico que sería bueno repasar. Aún más: el montar un sistema absolutamente artificioso de valoración del suelo al servicio de esa política es, por un lado, un claro retroceso respecto a la ley de 1975, en la que se cambia el valor-artificio por una contemplación de los valores del mercado en su versión fiscal; y, por otro lado, supone que a la política española del suelo se le paró el reloj en uno de los acontecimientos históricos más importantes del siglo, que puede simbolizarse en la caída del muro de Berlín.

Si pasamos de este primer capítulo de la ordenación al capítulo en el que reside la mayor parte del problema, el de la gestión, ni siquiera la ley de 1975 supo dar un paso necesario en la aportación creativa de nuevos sistemas de actuación, manteniendo un preponderante protagonIsmo del sector público, que supone atribuirle capacidad de gestión a una Administración -en todo su entramado municipal, central y autonómico- cuya eficacia sigue siendo todavía un reto pendiente en la política general del Estado.

Antes de terminar, hay que dejar constancia de que uno de los errores singulares de la política española del suelo reside en el tratamiento fiscal de éste, necesario, por una parte, por el papel regulador de los tributos en toda actividad de mercado, y, por otra parte, por la posibilidad -ampliamente utilizada hace años en los países más significados de Europa- de una acción Impositiva desagregada de la fiscalidad general, que permita su reversión en la obtención de suelo de gestión pública por el medio más claramente no inflacionista.

Un elemental conocimiento de la historia reciente enseña que la fiscalidad del suelo iniciada en 1956 y reajustada en 1975 pasó a la legislación de régimen local y, finalmente, al concentrarse con otros tributos en el impuesto sobre bienes inmuebles -en un afán simplificador a ultranza-, se llega al extremo de que en España se abandona toda fiscalidad específica sobre el suelo, de carácter periódico, y se actúa sólo desde ese impuesto donde se trata al suelo igual que a la vivienda social, con incidencias como la ocurrida recientemente cuando la presión social hizo suspender la revisión del catastro, suceso realmente tercermundista, porque el catastro -determinación física, jurídica y económica de los bienes inmuebles- no es un instrumento de la política fiscal, sino un necesario conocimiento de los datos inmobiliarios de naturaleza urbana, y mal se puede resolver un problema si no existe información adecuada sobre la que operar.

Es evidente que, en este último aspecto, a Solchaga le cabe una importante responsabilidad de la que quizás derive subconscientemente su actual preocupación. Pero quede claro que no se pretende aquí tratar este tema.

De la generalidad del problema da idea el que, habiendo promulgado la mayoría de las comunidades autónomas su propia ley de disciplina urbanística, ésta se ha empeorado progresivamente, y el que en estos peñascos en los que uno escribe no solamente se está haciendo un tratamiento suicida del territorio -su recurso económico más importante-, sino que su peculiar crisis, incluyendo la situación ruinosa de las corporaciones locales isleñas, está en parte motivada por un tratamiento económico negativo de las actividades que operan sobre el suelo.

Como dice Solchaga, es preciso introducir en la legislación sobre el suelo una visión económica, quizás incorporando economistas, pero no para preocuparse de las cuestiones de competencia; lo que es preciso es un tratamiento de política económica resultado del estudio en profundidad de todo el problema. En cualquier caso, ciertamente, bien venido sea el debate.

arquitecto de Hacienda jubilado, ex decano del Colegio de Arquitectos de Canarias y diputado constituyente por Santa Cruz de Tenerife.

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