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Misa de once

El templo del Señor es lugar de respeto y recogimiento, pero nunca fue tan silencioso como en los tiempos que corren. De un lado, hay menos gente dentro; de otro, es mayor su devoción. Si acaso se oyen algunas toses; pisadas cautelosas; el rumoroso fraseo que viene de un confesonario, salvo cuando el confesor es sordo y parece que están de bronca; el tintinear del matacandelas que maneja sin tino sobre los altos pabilos la mano temblorosa de un anciano sacristán; bisbiseantes propiciaciones de la feligresía postrada ante el manifestador... Así es cada día en las iglesias de Madrid durante la misa de once.Los domingos la clientela es otra, aunque no tanto como solía en tiempos de confesionalidad impuesta por decreto. Entonces, aparte los devotos de corazón, que ahí siguen si no entregaron ya el alma, la misa de once -en igual caso estaba la de doce- constituía un acto social e incluso patriótico. No faltaba, desde luego, gente perversa que acudía a enredar. A dos coleguillas les dio por entretener las mañanas de domingo escandalizando beatas. Iban a la salida de misa de once, se ponían cerca de ellas, y uno decía: "Parece mentira que hayas abandonado a tu mujer y a tus hijos por una pelandrusca", a lo que respondía el otro: "Peor tú, que le hablas a un botones del Palace y dilapidas con él la pensión de tu pobre madre". Al oírlo, las beatas se santiguaban exclamando: "¡Madre del Amor Hermoso! ", y algunas se precipitaban de nuevo en la iglesia, donde encendían agnusdeis y aplicaban la piadosa ofrenda a los santos por la salvación de España.

Eran tiempos de latines y a las beatas -que no debían de dominar la lengua clásica- se les oía bisbisear: "Eus, meus, teus", lo cual queda muy bien, en tratándose del latín. Ahora que los rezos se hacen en lengua vernácula, se saben las oraciones de coro, aunque quizá no les den tanta devoción. Evidentemente no es lo mismo decir: "Dios mío, por qué me has abandonado", que Ell, Eli, lamma sabacthani; menuda diferencia.

En la parroquia de San Giné calle del Arenal esquina a Bordadores, la religiosidad de los fieles se palpa. Allí recibió Quevedo el autismo, casó Lope de Vega, murió cabe sus muros Tomás Luis de Vitoria. O sea, que es iglesia histórica, y además muy rezada por la vecindad. Tiene en los diversos altares la imagen de su devoción, y prima entre todas la Virgen (y Madre) del Amor Hermoso, cuya popularidad trasciende el sagrado recinto y la invocan los madrileños castizos en las circunstancias imprevistas que suele deparar la vida. Nuestra Señora de la Soledad de los Mínimos de la Victoria, la Viren de la Cabeza (cuya salve, compuesta por Jaime de Foxá, se muestra enmarcada), el Santísimo Cristo de San Ginés, la reliquia de san Blas y el diminuto Niño Jesús de Praga concitan también la plegaria de numerosos devotos. La unción con que os veneran no deja de tener grandeza. Sería la grandeza del sentimiento profundo, de la humildad asumida ante el misterio infinito del más allá.

Iglesia limosnera

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Luego está, claro, la limosna, para lo cual el clero da facilidades, y cada fiel puede destinarla a una intención concreta. Así, los cepillos están rotulados, y uno es de la Virgen de las Angustias, otro de las Conferencias de San Vicente Paúl, otro del pan de los pobres. Sin embargo, quizá no haya en todo Madrid iglesia tan limosnera como la de la Concepción, en la calle de Goya, cuyos enormes muros laterales cuajan hileras de cepillos empotrados. Para todos los gustos hay cepillo. Lo hay para pobres y enfermos, para limosna penitencial y para el culto, faltaría más. Un párroco madrileño (ya ha llovido, desde entonces) se aplicaba el cuento y decía que el culto era él. Le llamaban Padre Pacheco y fue famoso por éste y otros motivos.

Los rieles de la basílica pontificia de San Miguel, en la calle de San Justo -entre Puñonrostro y el pasadizo del Panecillo-, se distinguen por su porte. Pulcramente vestidos, serios y ceremoniosos, cuidan con exquisitez las formas del recogimiento. Cerca de la crujía, se expone un retrato el beato Josemaría Escrivá de Balaguer, y gran parte de la feligresía -quizá militante de su obra- lo llama El Padre.

La parroquia del Carmen, en cambio, acoge un hervidero de gentes de toda clase y condición. En la calle del mismo nombre, es un jubileo continuo, abundan los jóvenes, y muchos se quedan a oír la misa, o a laudes y consuetas, pero con mayor frecuencia entran, dan santiguada, se arrodillan ante la Virgen Dolorosa o la capilla de la Ilustre Congregación del Santísimo Sacramento y Santo Entierro, y en un santiamén ya están fuera otra vez. Son transeúntes fervorosos, que aprovechan un mandado para hacer la visita.

Mas no todo ha de ser paternoster. Quienes conocen el paño y disponen de tiempo libre acuden después de misa a la taberna Casa Labra, en la cercana calle de Tetuán -las beatas, chanochano del bracete-, para reconfortarse con las tajadas de bacalao que allí fríen y un clarete fresquito de la tierra. Pero antes han de guardar larga cola. Como decía una: "Parece que lo regalan, ¡Madre del Amor Hermoso!".

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