Regiones europeas y subsidiariedad
El Tratado de Maastricht, en vigor desde el 1 de noviembre, prevé la formación de un Comité de Regiones que empezará a trabajar en unas semanas. El autor reflexiona sobre los grandes temas que deberá abordar.
Tras múltiples escollos, el Tratado de la Unión Europea se ratificó y entró en vigor a principios, de este mes. En su texto, tras una larga lucha de sus asociaciones europeas, las regiones han encontrado por fin un acomodo institucional acorde con su importancia política a través del Comité de Regiones. En consecuencia, todo parece preparado para que dentro de pocas semanas iniciemos el primer ensayo de participación regional en el máximo nivel de consultas de las instituciones comunitarias.Una, de las primeras cuestiones que la mera existencia del Comité suscita es la tan traída y llevada subsidiariedad, esto es, el principio de actuación comunitario por el cual se establece que las decisiones deben ser tomadas en el nivel más cercano al ciudadano, siempre que no se pierda la efectividad de la política pública de que se trate. Definir este concepto, de modo que se eludan ambigüedades interesadas o equívocas cuando intentemos aplicarlo en las políticas concretas, bien merece una reflexión que nos permita en la discusión una afinidad lo más coincidente posible cuando hagamos referencia al concepto.
En primer lugar, señalar que la enorme diversidad de poderes políticos y administrativos que coexisten en las regiones de los países de la Comunidad produce efectos diferentes en cada uno de ellos cuando queremos aplicar directrices comunes. Mientras que en unos se da un verdadero poder político regional, en otros es una mera descentralización administrativa o apenas una descongestión de los poderes centrales. Con estas diferencias está claro que no para todos es lo mismo el principio de subsidiariedad. En algunos sistemas políticos el reparto de poderes está perfectamente fijado en sus constituciones y garantizado por su jurisdicción constitucional, en tanto que en otros apenas es, un deseo inscrito en los programas electorales de unos u otros partidos. De todo ello podemos inferir que, para las regiones, alcanzar una mayor o menor cantidad de poder político o administrativo no depende directamente de lo que suceda con los poderes de las instituciones europeas, sino que depende directamente de su sistema constitucional y político nacional.
Cuando el Tratado de la Unión, o cualquier otro órgano jurídico doctrinal comunitario, se refieren a la subsidiariedad, lo hacen en el estricto marco de las relaciones Comunidad-Estado, sin entrar para nada más allá de cada frontera. Al definir, pues, el concepto de subsidiariedad debemos contar con estas singularidades políticas, administrativas y jurídicas de las regiones, ya que sin asumir estas diferencias el concepto se distorsiona según sea el ámbito de aplicación. Así, se puede estar invocando la subsidiariedad para pedir poderes políticos o administrativos para las regiones a las instituciones comunitarias, cuando la demanda debiera dirigirse a los respectivos Gobiernos centrales. Es la Constitución, en consecuencia, la organización administrativa y territorial de cada Estado, la que dará dimensión al concepto. Cuando pedimos subsidiariedad en la Comunidad Europea estamos pidiendo algo que, en principio, no afecta para nada a los poderes regionales, pues éstos dependen de la respectiva Constitución y del respectivo sistema político.
Las reflexiones anteriores son descripciones de los hechos objetivos que nos encontramos al aplicar el concepto de subsidiariedad, y que lo pueden entorpecer o agilizar según sean las circunstancias que se den en la región en la que hayan de aplicarse. Conocerlos nos permite equiparnos con los mecanismos adecuados para resolverlos.
Es en la praxis del propio concepto donde la polémica encuentra más dificultades de aceptación. Desde un punto de vista político, para muchos es un principio debilitador del entramado institucional comunitario, y como tal contribuye, si no a dar un paso atrás, sí al menos a dar un frenazo al proceso de construcción de la Europa política con la que muchos soñamos. No en vano los principales impulsores del resurgir del concepto han sido los euroescépticos y los británicos. Tampoco es casualidad que estemos hablando de este asunto en un momento de desorientación y de posible ralentización del ritmo de construcción de la unión política. Se teme que cuando se hable de subsidia riedad se trate tan sólo de que los eurócratas no metan sus narices en asuntos tan particulares y do mésticos como pudieran ser la fa bricación de quesos o las costumbres nacionales. Pero a estas alturas ése es un argumento poco consistente; va a ser difícil con vencemos de que todos los males de Europa radican en la burocracia comunitaria, que, al fin y al cabo, es menos farragosa que la de muchas regiones europeas y algunas españolas.
Los dirigentes políticos regionales sabemos, o deberíamos saber, que la subsidiariedad, tal y como está siendo instrumenta lizada, va dirigida a menoscabar los poderes de las instituciones centrales europeas, operando como un especie de petición de devolucion de poderes desde las instancias centrales comunitarias a los Estados, exigiendo una menor intervención e incluso la no intervención en algunas áreas determinadas. Todos sabemos que eso se traduce en una menor disponibilidad de medios financieros, o en un poderosísimo argumento para quienes de fienden esa reducción, en definitiva, en que la capacidad redistribuidora del presupuesto comunitario se reduciría, haciendo muy difícil la cohesión eco nómica y social necesaria para articular un mercado único que no olvide principios más esenciales que el de subsidiariedad, como los de justicia o solidaridad. En este sentido, entiendo que el principio de subsidiarledad puede estar siendo utilizado como un mecanismo puramente político, no digo jurídico, de desmontaje de la Comunidad, y que ello conduce a un menor margen de maniobra de la Comisión y el Consejo a la hora de redistribuir la riqueza comunitaria en beneficio de los más débiles, que son dejados a su suerte sin la efectiva realización de la cohesión.
Todas estas consideraciones deberían hacernos pensar en si las regiones están dirigiendo sus argumentaciones en sentido adecuado. La batalla política por la regionalización debe darse en el seno de cada sistema político, porque si no se modifican las respectivas constituciones ya podemos reclamar cuanta subsidiariedad queramos en la Comunidad, que ello nunca se traducirá en mayores pode res para las regiones si no se lo permite su sistema político. Si por obstaculizaciones internas debidas al sistema político de cada país se paralizan algunas actividades comunitarias, dejándolas en manos del Estado, ¿quién nos asegura que serán las regiones, condados o auto nomías los beneficiarios de esa devolución? ¿No serán más bien los Gobiernos centrales de esos países los que retendrían esos poderes? ¿De verdad al guien piensa que los Gobiernos centrales van a volverse súbitamente regionalistas como con secuencia de una limitación de los poderes del Ejecutivo comunitario?
El campo de batalla no está en las instituciones comunitarias, sino en los propios Estados, y diré más, en los partidos políticos a los que cada uno pertenecemos, que son las fuerzas que pueden hacer variar estas estructuras profundas de los sistemas políticos. Creo que el tiempo que han dedicado durante estos años pasados las regiones europeas a estudiar y proponer la aplicación del principio de subsidiariedad hubiera sido más útil a sus propósitos de promoción del regionalismo si lo hubieran empleado en convencer a sus correligionarios de las bondades de la existencia de tres niveles políticos en todos los países de la Comunidad (comunitario, nacional, regional). En consecuencia, nada ganan las regiones que no cuenten con poderes en este momento si piensan que la pérdida de poder de las instituciones comunitarias centrales va a beneficiarles.
Creo, sinceramente, que podemos estar contribuyendo, quizá inadvertidamente, a socavar los pilares de un europeísmo, hasta el momento indudable en el movimiento asociativo de regiones de Europa, y ello, además, en un momento especialmente crítico para la construcción europea. Seamos cuidadosos, porque nuestras bienintencionadas proposiciones pueden dar aliento a algunos escépticos que podrían llegar a decir que incluso las regiones están a favor de un recorte de los poderes de la Comisión y, por tanto, de una ralentización de la unión política, cuando yo creo sinceramente que ése no es nuestro objetivo político.
Los beneficios de la estructura política regional para los actuales sistemas constitucionales europeos no se van a derivar del debilitamiento de la Comunidad, esas ventajas deben ser examinadas por cada país con la vista puesta en las experiencias de otros Estados con estructura regional consolidada. Las regiones que ya tenemos esos poderes debemos contribuir al establecimiento de estructuras similares en otros países europeos, pero no atacando los poderes comunitarios o inmiscuyéndonos en cuestiones internas de otros Estados, sino mostrando las ventajas de este reparto territorial del poder político para los ciudadanos y las propias instituciones.
es presidente de la Junta de Extremadura.
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