La edad de la culpa
Los dos pequeños asesinos de Liverpool han sido condenados a pasar en reclusión un tiempo indeterminado -"muchísimos años", dijo el juez con una infantil imprecisión que le contagió por un momento la puerilidad de los reos- hasta que la sociedad los considere maduros y ya no peligrosos. Un desenlace terrible y desconcertante para un caso de iguales características. Los niños acusados han inventado un nuevo tipo de crimen, atrozmente absurdo; el juez y los jurados patentan ahora un modelo inédito de criminal transferido de la guardería a la prisión de alta seguridad en un tiempo récord y sin las habituales etapas intermedias. Unos niños a los que no se les concede discernimiento legal para casarse, firmar contratos, abandonar el techo paterno o votar en las elecciones ni presentarse a ellas son declarados aptos para la reclusión mayor. Cincoanos más bastarían para que en algunos Estados de EE UU hubieran podido disfrutar del derecho a ser.ejecutados. El compromiso de tutela que la sociedad asumía respecto a ellos se rompe unilateralmente y se les emancipa por vía sumarísima, rumbo al castigo. ¡Lástima que falte un Dickens para verter una lágrima literaria sobre estos hijos de la parroquia inglesa!El que la hace, la paga. De acuerdo, pero ¿quién hace al que la hace? Ante esta duda, dos respuestas extremas. Por un lado, la actitud católica que difunde la mancha a toda la sociedad, a la situación histórica, a la eterna injusticia de padres, abuelos y demás parientes. La responsabilidad es ilocalizable en el magma de los abusos; por tanto, la libertad individual puede ser declarada, no sin alivio, como un simple mito ilustrado. Enfrente, la tónica ferocidad del individualismo protestante, que atribuye cada desmán a un sujeto de carne y hueso, pero se cobra el precio de la libertad responsable en onzas de vida sangrante, como el judío shakespeariano, caigan niños o adultos. Y alrededor, el desconcierto de una modernidad asustada porel crimen, ansiosa de seguridad fisica a costa de renunciar a viejas tutelas y garantias que antes fueron su esencia civilizatoria. Una modernidad que ignora cómo se educa, pero confía en salvarse recordando cómo se castiga.
¡Los crímenes de los niños! En varios países latinoamericanos se liquida a los pequeños delincuentes en los quicios de los portales y en las cunetas de los suburbios, sin tomarse tantas molestias como la justicia inglesa. En África mueren de hambre sin haber llegado a cometer otro delito que el de haber nacido, el mayor de todos, según Calderón. Supongo que por eso los obispos, muy calderonianos ellos, llaman %nocentes" a los nonatos... Y mientras, el juez Michael Morland concluye que A y B, los niños terribles, no pueden alegar ignorancia en lo tocante a distinguir el bien del mal, porque para eso han frecuentado una escuela de la Iglesia de Inglaterra. Parecida, probablemente, a aquella en la que el certero magistrado adquirió los fundamentos de su envidiable nitidez moral.
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