Los piojos están en una bolsa que llevamos dentro
O sea, qué vergüenza, resulta que estoy en la peluquería comentando con el estilista los incendios de nuestros hospitales y el juicio del de Alcalá 20, cuando observo que Manolo hurga con los dedos entre mi cabellera como si hubiera perdido las tijeras.-¿Se trata de un masaje nuevo? -le pregunto.
-No, hijo, es que tienes pipis.
-¿Qué es eso de pipis?
-Piojos, corazón, y liendres como huevos de gallina.
Para mí los piojos están asociados a la miseria, de manera que le pido que baje la voz y le digo que cómo voy a tener piojos si me lavo todos los días con un champú de uso diario que él mismo me ha recomendado.
-A los piojos les gustan las cabezas limpias.
En fin, que tengo piojos, que soy un piojoso, vamos. Abro el diccionario y leo que el piojo es un insecto anopluro. Me da miedo buscar anopluro, más por lo de ano que por lo de pluro, pero en un arranque de valor me enfrento a la palabra: "Dícese de los insectos chupadores ápteros que viven como parásitos en muchos vertebrados". Al menos me reconocen como vertebrado.
No digo nada en casa y escondo en la mesilla de noche los champúes especiales que me ha vendido Manolo para despiojarme. Pero, mira por donde, ese día aparece mi hijo con una carta del colegio en la que se nos pide que revisemos atentamente las cabezas de los niños, pues han detectado una invasión de anopluros, normal, por otra parte, en estas fechas. Eso me tranquiliza; mi hijo va a un colegio de pago, de manera que la cosa no puede ser tan grave como había pensado: por un momento tuve la impresión de estar regresando a la infancia.
Llamo a Manolo, le leo, para justificarme, la carta del colegio y me dice que sí, que ya lo sabe, que es normal, y a continuación me cuenta una historia increíble que no es mía, ya digo, es de Manolo; si se me hubiera ocurrido a mí no me atrevería a escribirla: según él, en el otoño y en la primavera las cabezas de los niños de Madrid se llenan de insectos chupadores, porque los fabricantes de champúes antiparasitarios pagan a unos señores muy malos para que vayan a las salidas de los colegios y les echen liendres al tiempo que les acarician la cabeza. O sea, que junto a la figura urbana del malvado que les da caramelitos con droga para aficionarles a la evasión desde pequeños, hay un señor con gabardina que lleva unas cajitas llenas de huevos de piojos, que distribuye entre la población infantil como el que siembra marihuana en la clandestinidad de su azotea. Luego ponen unos cuantos anuncios en la tele y a forrarse.
Yo, insisto, no puedo creerme esto, porque, además, ahora recuerdo que en mi barrio, que estaba lleno de piojos, había una mujer de Cuenca que le explicó a mi madre que los piojos aparecen cuando se rompe la piojera, que es una bolsa que llevamos todos dentro de la cabeza y que está llena de esos bichos ápteros. Cuando te das un golpe o te rascas con más furia de la habitual, se rasga la membrana que los separa del exterior y salen. O sea, que los piojos no vienen de fuera, sino de dentro, como la gripe, que también es una enfermedad del alma.
Paseo por las calles intentando recordar contra que esquina me he golpeado la cabeza últimamente y al observar toda la miseria que me sale al paso, comprendo que mi vecina tenía razón: todo eso no viene de fuera, sino de lo más profundo de la identidad que nos estamos construyendo, igual que los incendios: la chispa originaria está dentro, en nuestro corazón. Por eso es tan difícil encontrar un culpable.
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