Lazo azul, voz civil y voto letal
La larga marcha emprendida por la democracia española contra las agresiones del nazismo vasco ha vivido este verano tres experiencias dispares: primero fue, por orden cronológico, la importante caída de su participación electoral sufrida por Herri Batasuna; después, la indudable recuperación de una cierta parte de su antigua capacidad de acción que ha logrado reunir la nueva cúpula dirigente de ETA, tras su completo descabezamiento del año pasado; y por último, pero quizá más importante, la creciente respuesta ciudadana ante la escalada de la extorsión criminal, simbolizada por la campaña del lazo azul.Resulta consolador que, por fin, la ciudadanía vasca haya empezado a dar la cara, tras lustros de consentimiento. Esto suele interpretarse en el sentido de que por fin se ha perdido el miedo a los terroristas, quizá porque éstos, con sus alas recortadas, ya no inspiran tanto temor. Pero esta óptica supone acusar implícitamente de cobardía a la sociedad vasca, al dejarse amedrentar por una banda de matones. Y no parece ser éste el caso. Sin entrar a discutir temperamentos raciales, lo cierto es que los vascos, dado el nivel de desarrollo cultural y económico alcanzado, que ya les situaba muy por encima del promedio español antes de la transición -aún hoy continúan ostentando el liderazgo en lectura de prensa, que es el mejor indicador de cultura cívica-, no pueden conformar una sociedad dócil y sumisa, fácilmente dominable por el miedo o el chantaje.
Tiene que haber otras explicaciones mejores. Existe una, relativamente maquiavélica, que no se debe despreciar: si la clase dirigente vasca toleraba tácitamente la criminalidad nazi que anidaba en su sociedad podría ser para instrumentalizarla como baza oculta en sus negociaciones autonómicas con Madrid. No cabe negar que tal posibilidad resulte tentadora para cualquiera, pero lo más sensato (y Arzalluz lo parece) es sin duda rechazarla, pues los efectos contraproducentes a largo plazo (en términos de irreversible declive económico, por ejemplo) superan con creces las ventajas inmediatas: luego no creo que resida aquí la clave. Y, por deformación profesional, la explicación más verosímil me parece la de atribuir el anterior consentimiento del terrorismo a la caída de los vascos en la permisividad tolerante.
Simplificando mucho, la situación podría expresarse así. La sociedad vasca es muy familista, pues sus redes de parentesco presentan una elevada densidad moral, constituyendo la columna vertebral que articula su tejido social. Por ello, la clase políticamente dirigente (centrada en el PNV) es también la de los padres adultos, cabezas de familia, que defienden responsablemente los intereses del linaje patrimonial. En cambio, el mundo nazi-abertzale está poblado por fratrías de jóvenes, hijos de las mismas familias, que todavía no han podido adquirir intereses ni responsabilidades que defender, y que se dedican a realizar espectaculares correrías, quizá románticas, pero transgresoras y a veces patológicas. Pero esto es, según se piensa, lo que siempre han hecho los jóvenes como rito de iniciación a la masculinidad. Y, quizás por eso, los adultos vascos lo han venido tolerando tácitamente con una cierta connivencia: el que calla otorga.
Pero una cosa es hacer la vista gorda ante los desmanes juveniles y otra muy distinta encubrir o silenciar los crímenes terroristas: algo que las familias vascas nunca debieron consentir. Pues el problema que tiene la permisividad paternalista es que una vez que empieza ya no se sabe dónde termina: es un círculo vicioso que hay que cortar de raíz. Y todo parece indicar que la sociedad adulta vasca está dejando de tolerar la imposición terrorista, como hacía en el pasado al consentir con su silencio el chantaje coactivo de los jóvenes abertzales. Los vascos, en suma, están recuperando la adulta responsabilidad cívica, al decidirse a elevar su voz civil de protesta contra la injusticia criminal de la que son víctimas. Y, muy probablemente, este desenmudecimiento no ha hecho más que empezar, pues todavía debe continuar propagando y elevando hasta lo más alto su voz ciudadana legítimamente airada. Y uno de los nuevos destinos a los que debe dirigirse a gritos la voz civil para completar su misión de regeneración ciudadana es el de los votantes de ETA, y no sólo, como hasta ahora, el de los violentos de ETA.
En efecto, el voto a HB es la causa por la que lucha ETA. Todo movimiento social, con una excusa u otra y por el medio que sea, lucha sólo por el poder. Y el poder de influir en la sociedad vasca lo consigue ETA a través de Herri Batasuna, cuya proporción de votos representa el poder social de ETA. Pero esto genera un círculo vicioso autoalimentado, que hace que el voto a Herri Batasuna esté determinado por las acciones criminales de ETA: cuando ETA mata, el voto a HB asciende; y cuando ETA deja de matar (como pasó tras la caída de Bidart), desciende el voto a HB, y así sucedió en la última contienda electoral. De ahí que, en realidad, es como si ETA sólo fuese una ciega maquinaria de homicida propaganda electoral al servicio de HB. Por eso, cuando los votos caen, lejos de cambiar de programa, se decide incrementar su mortífera publicidad, a la caza de este voto letal.
¿Por qué asciende o desciende el voto a HB con el ascenso o descenso de las acciones de ETA? En parte, desde luego, por la romántica fascinación letal que sus patológicas transgresiones ejercen sobre la más irresponsable juventud vasca. Pero también por un crudo realismo político. Todo votante tiende a elegir la opción que políticamente le parezca más fuerte (es decir, capaz de esgrimir mayor poder) porque confía en que defenderá mejor sus intereses. De ahí que, puestos a votar nacionalista, lo más radical (lo más poderoso y violento) parezca lo más racional (lo más eficaz para el propio interés). Y de ahí, también, que cuando se incrementan las acciones de ETA (aumentando su poder fáctico) ascienda también el voto de HB. Y viceversa, como sucedió el 6 de junio pasado. Pero por lo mismo, en cuanto ETA vio que caían los votos de HB, no se le ocurrió nada mejor para recuperarlos que intentar recrudecer sus demostraciones de fuerza a cualquier coste, esperando granjearse de nuevo la confianza de sus electores.
¿Cómo se puede romper este círculo vicioso? ¿Cómo hacer que descienda el voto letal? Sólo se lograría deshaciendo alguno de sus dos nudos extremos: o bien se hace que ETA deje de matar (tarea de rendición lenta que sólo la Ertzaintza podría completar), con lo que el voto a HB irá disminuyendo paulatinamente, o bien, por el contrario, se consigue que los electores vascos dejen de votar a HB aunque las acciones de ETA no disminuyan. Ilegalizar a HB para lograrlo no serviría de mucho, pues oportunamente ocuparía su puesto otra coalición análoga. Y, además, prohibir el voto es antidemocrático, y significaría regalarles una victoria a los antidemócratas. Por tanto, sólo queda una opción, y es la de convencer por las buenas a los electores de HB para que dejen de votar a ETA. Y esta última tarea sí que está a la altura de la voz civil de la sociedad vasca.
Por una mal entendida sacralización de la libertad de voto se piensa que cualquier voto vale, con tal que defienda el propio interés electoral. Este posmodernismo del todo vale es el que explica que muchos electores carezcan de escrúpulos al votar a asesinos consumados, pensando que votar es algo legítimo de por sí, con independencia de la catadura moral del elegido. Pues bien, esto no es así: igual que no se debe contratar a un abogado delincuente, por muy eficaz que sea en el foro, tampoco se debe votar a un criminal encallecido, por muy eficaz que sea matando a los comunes adversarios ideológicos. Y esta perversión de la democracia, en la que cae un 17% del electorado vasco, es indigna de una cultura cívica desarrollada: a sociedad civil vasca no debería continuar consintiéndolo. Por eso, no basta con elevar la voz contra los violentos, pues también hay que hacerlo contra aquellos votantes que son sus cómplices al inducir y encubrir con su voto letal los asesinatos cometidos por aquéllos.
Pero de nuevo nos topamos aquí con el síndrome de la permisividad tolerante: pues muchos votantes de HB, que tiran la piedra y esconden la mano, son también familiares (hijos, sobrinos y nietos) de los mismos adultos que componen y lideran la sociedad civil. ¿Sabrán los cabezas de familia vascos asumir la responsabilidad ciudadana de levantar su voz civil contra el voto letal de sus propios parientes y descendientes cercanos, exigiéndoles con toda su autoridad moral que renuncien a su criminal patrocinio de los violentos?
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