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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cielos abiertos

DESDE EL 1 de noviembre, los usuarios del puente aéreo Madrid- Barcelona pueden utilizar los servicios de la compañía aérea escandinava SAS, además de los de Iberia. Lo mismo ocurre en vuelos a Canarias desde distintas ciudades peninsulares, en donde la compañía pública compite con la privada Air Europa. De igual modo, Iberia ha comenzado a ofrecer vuelos diarios Amsterdam-Copenhague y Amsterdam-Estocolmo. Son muestras del proceso de liberalización total del sector aeronáutico, en el que están inmersos los países de la CE desde el 1 de enero de 1993 y cuya culminación está prevista para abril de 1997.Es fácil imaginar la lucha que van a librar las compañías aéreas de los principales países europeos en sus intentos por sobrevivir. Lo resumió el ministro español de Transportes, José Borrell, en el momento en que la CE dio luz verde a la liberalización total del transporte aéreo: "Lo que no se pueda hacer en ese tiempo no se podrá hacer nunca". Porque es más que dudoso que, al final del proceso de desregulación de rutas, precios, servicios, sistemas de venta, etcétera, todas ellas estén en condiciones de sobrevivir.

Ello, naturalmente, plantea no sólo dolorosos problemas de reducción de costes, reconversión en despidos de personal y congelación de salarios. En muchas compañías, las denominadas de bandera, implica también un profundo cambio en su posición tradicional, vinculada a unas ciertas connotaciones de representación nacional. Es evidente que esta función no sólo deja de tener sentido político a medida que avanza el proceso de unión europea -un solo mercado, una única moneda, un espacio aereo abierto, etcétera-, sino comercial. La universalización de la economía obliga a una adaptación de los mecanismos de competencia que pasa por reducir costes y mejorar servicios en un mercado lo suficientemente amplio como para hacer alcanzables tales objetivos.

La apertura de los espacios aéreos, el fin de los monopolios sobre los cielos nacionales y el acceso de los mercados internos constituyen, pues, el nuevo escenario en el que las compañías aéreas europeas deben intentar superar la catastrófica situación económica en que se encuentran: pérdidas globales de 132.000 millones de pesetas en 1992, números rojos en casi todas ellas y peligro de desaparición de algunas. Claro que, como demuestra el precedente de EE UU, no todos los efectos de la desregulación del transporte aéreo son positivos, sobre todo para el usuario. La liberalización puede terminar en oligopolio -lo que se ha evitado de momento por el exceso de plazas-, en el que la competencia sea ficticia, con las secuelas que conlleva, sobre todo, en el mantenimiento de tarifas abusivas y en el abandono de rutas consideradas no rentables. De ahí que estén plenamente justificados los intentos de la CE para evitar que estos riesgos se repitan en el cielo cumunitario.

El proceso hacia la competencia sin trabas en el espacio aereo europeo debe culminar en una mejora de la competitividad y no en una guerra sucia entre campañías para ver cuál se alza con el mejor trozo del pastel del nuevo mercado.

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