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TERRORISMO EN EL ULSTER

Belfast, la ciudad de los funerales

Un cuarto de siglo con 3.300 muertos sume a Irlanda del Norte en la peor situación de su historia

Enric González

Negros y blancos preparan la democracia en Suráfrica. Israelíes y palestinos negocian en Oriente Próximo. Pero en Irlanda del Norte, la esquina noroccidental de la Comunidad Europea, impera el diálogo de las armas. La bomba del IRA en Belfast, hace una semana, aceleró de nuevo el ritmo de la matanza.Shankill Road es una avenida de casitas bajas y destartaladas, abundante en niños y en pobreza. Hace 25 años, cuando despertó el monstruo, era una próspera zona obrera, nutrida por la ubre de los astilleros donde se construyó el Titanic. Siempre fue tierra protestante, pero unas cuantas familias católicas se habían asentado sin problemas. Shankill Road era una zona dura, por la que los policías preferían patrullar en grupo, pero no era un gueto. Ahora lo es.

La lógica del terror es perfectamente comprensible en Shankill Road. Desde fuera, desde lejos, el terrorismo carece de contexto social. Hasta la desaparición de la Unión Soviética, no era extraño atribuirlo a una oscura conspiración comunista antioccidental. Agotado el presunto oro de Moscú, se tiende ahora a aislarlo como fenómeno individual: un pequeño grupo de violentos impone el miedo a la gran mayoría pacífica. Sirve cualquier explicación, con tal de no mirar el fenómeno a la cara. Y en Shankill Road se le ve el rostro: es el de esa señora, el de esos niños, el de esa joven que llora.

El terrorismo es este señor bien vestido de aquí al lado, uno de, tantos en la comitiva fúnebre. "¿Qué se puede hacer ahora?", le preguntan. "Joderlos a todos", responde. "¿A los del IRA?". "A los fenians", los republicanos, por extensión, los católicos. "Son todos escoria. Escoria, escoria, escoria...". Y se queda encasquillado en la letanía. Este caballero, que ama sin duda a sus hijos, que probablemente respeta la ley, sentirá un íntimo regocijo esa misma noche, cuando se sepa del ametrallamiento de un fenían.

La vida de Shankill Road gira en tomo al trío de las instituciones cívicas irlandesas: la iglesia, el pub y el garito de apuestas. Trabajo hay poco. Uno de cada tres varones adultos está en el paro y las pandillas de críos crecen hasta convertirse, a falta de algo mejor, en bandas de matones. La Unión de Defensa del Ulster (UDA), los Luchadores para la Libertad del Ulster, los Voluntarios, son organizaciones respetables en esta zona. Este año han causado ya casi 40 muertes, es verdad, pero la culpa es siempre de los fenians.

El sacerdote presbiteriano lan Paisley, político y diputado en Westminster, un hombre respetable que acude a un entierro, insiste en las viejas posiciones: "La violencia siempre es condenable, pero la defensa propia es comprensible". Y sigue, con su voz atronadora: "Esos chicos son criminales, pero no son terroristas, no quieren difundir el terror. Sólo defienden, con medios equivocados, a su comunidad, a su gente".

La comunidad de Shankill nunca puso objeciones a la presencia de las oficinas de la ilegal UDA, paraguas de todas las camadas de pistoleros unionistas, sobre una tienda de pescado frito. La UDA forma parte del tejido social y, cuando el IRA decidió cometer la salvajada, el pasado 23, apuntó al mismo corazón de Shankill. El vecindario no puede, ni quiere, proclamarse ajeno a la violencia. Sólo los niños son totalmente inocentes. Y aún esa inocencia es, en la mayoría de los casos, puramente transitoria.

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Hay estadísticas esclarecedoras sobre el microuniverso de Shankill, el principal criadero de pistoleros protestantes, a un tiro de piedra del centro de Belfast. Un 43% de los jóvenes afirman estar dispuestos a "luchar contra el otro bando", esto es, los fenians; un 40% de los jóvenes cree que nunca encontrará trabajo; uno de cada cuatro ha robado un coche; uno de cada seis roba en tiendas; uno de cada dos abandona la escuela sin ninguna cualificación; tres de cada cuatro adolescentes tienen dificultades para escribir o resolver operaciones aritméticas simples.

Los anteriores datos, de fuente gubernamental, fueron publicados por David McKittrick, corresponsal en Belfast del diario londinense The Independent. McKittfick es uno de los más lúcidos y respetados observadores de la situación norirlandesa. Hace unas semanas, cuando se conocieron las conversaciones entre los católicos moderados de John Hume y los extremistas de Gerry Adams, líder político del IRA, McKittrick se mostró optimista. Ahora, tras una semana de sangre y lágrimas, tiende de nuevo al pesimismo.

Una visita a Falls Road o Crumlin Road, las dos grandes arterias de los guetos católicos al noroeste de Belfast, ayuda a reafirmar el pesimismo. El paro es aquí del 60%, y la desesperanza es aún más espesa que en Shankill. Las rejas, las cámaras de vigilancia, los carteles y pintadas del IRA, conforman el paisaje de un barrio que se siente en guerra. La mayoría de las misas se celebrarán hoy con la puerta cerrada a cal y canto, por temor a una incursión del enemigo. El IRA es aquí dueño y señor: reparte sueldos, decide quién vive en cada casa, ajusta las cuentas a los colaboracionistas.

El miércoles pasado, en el funeral de Thomas Begley (el terrorista muerto por su propia bomba en Shankill Road), se reprodujo el viejo ritual del odio. Begley fue enterrado con honores militares, contra los deseos de su madre. Durante unos instantes, la comitiva bordeó la zona protestante. Ante la vigilancia de un fuerte contingente militar británico, los dos grupos se cruzaron gestos: un protestante se pasó el dedo por la garganta; un católico mostró nueve dedos. Nueve muertos. En el juego del terror, el marcador de ataúdes es lo que cuenta.

Discriminación intolerable

La actual crisis del Ulster comenzó hace exactamente 25 años, cuando surgió el movimiento en defensa de los derechos civiles de los católicos. El pseudoestado orangista del Ulster, formado en 1921 con la partición de la isla y la creación de una república en el sur, ejercía una intolerable discriminación sobre la minoría católica. La intervención del Ejército británico, la disolución del Parlamento autónomo de Stormont y el traslado de todos los poderes a Londres permitieron acabar con los más estridentes abusos protestantes. El Gobierno británico nunca pretendió otra cosa que apaciguar, calmar el ambiente en una antigua colonia que, desde el punto de vista inglés, no originaba más que preocupaciones y gastos (en 1992, cada ciudadano norirlandés recibió indirectamente una subvención de 1.600 libras, casi 320.000 pesetas).

El desmantelamiento del régimen orangista se vio acompañado, sin embargo, por el resurgimiento del IRA, el viejo Ejército Republicano Irlandés que ya combatía por la independencia antes de 1921; el nuevo IRA provisional, fruto de la escisión del sector más nacionalista y radical de la organización, se convirtió en un tormento constante. Paralelamente, de la disuelta policía de reserva protestante nacieron las bandas unionistas, cuyo número y crueldad no han hecho más que crecer.

Un cuarto de siglo y más de 3.300 muertos después, la situación es peor que nunca. El IRA se mantiene omnipotente en los guetos católicos. Y quienes tienden a sentirse discriminados ahora son los protestantes, atrapados en el paulatino empobrecimiento de la región, temerosos de que Londres acabe entregándoles a la república del sur.

Una imagen desagradable

El terror prospera en el vacío. La ausencia de un marco político y la incertidumbre sobre el futuro fomentan el uso de las armas. Ni los Gobiernos del Reino Unido y la República de Irlanda, ni los políticos locales, han conseguido fijar unas reglas de juego aceptables para las dos comunidades. Y mientras dure la violencia, Londres y Dublín no podrán hacer otra cosa que reafirmar los principios del acuerdo angloirlandés de 1985, el único avance significativo en 25 años de horror.¿Qué pasará con Irlanda del Norte? ¿Seguirá formando parte del Reino Unido? ¿Acabará integrándose en la República de Irlanda? Esas son las preguntas sin respuesta. La lógica apunta hacia la solución irlandesa. La partición de la isla en 1921 fue un error básico, y la sangre vertida desde entonces así parece indicarlo. La partición ha engendrado subparticiones: los barrios protestantes y los católicos, los políticos unionistas y los republicanos, las zonas seguras y las peligrosas. Pero la mayoría de la población norirlandesa sigue siendo unionista, y los unionistas se sienten británicos.

Cuando Gerry Adams, líder político del IRA, cargó con el ataúd de un terrorista el pasado miércoles, el público británico se escandalizó. Pero Adams no podía hacer otra cosa: si no aparecía entre la vanguardia de su gente, perdía por completo su representatividad, ya discutida y tal vez boicoteada (la bomba de Shankill Road no estaba políticamente prevista) desde que empezó a hablar de paz.

Si el IRA quedara sin cabeza política, su violencia se haría aún más nihilista, más disparatada. La imagen de Adams en la ceremonia era desagradable, y sugería hipocresía. También son desagradables algunos líderes unionistas. Pero eso es lo que hay.

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