Sarajevo o 'pastoral eslava'
La acción transcurre en El Cordero, restaurante de Vogoshca en los arrabales de Sarajevo, durante el otoño triste y sangriento de 1992. Los dirigentes de la república serbia de Bosnia ocupan los asientos en torno a una gran mesa en compañía del escritor ruso E. Komesarov, aventurero del nacional-comunismo. Con la mirada turbia alzan los vasos para el brindis. La oscuridad de la noche bosnia, medieval y brumosa, se adensa alrededor de ellos.Unas horas antes, E. Komesarov reía a carcajadas mientras disparaba para divertirse, con un arma pesada de la defensa antiaérea, sobre la ciudad apenas entrevista desde el teso de las colinas.
La risa del escritor, extraño galope de su espíritu inquieto, se fundía con el zurrido de los obuses en el valle difuminado por la niebla al fondo del cual respiraba dificultosamente "la villa de los cien alminares", con sus puentes, catedrales e iglesias ortodoxas. Ciudad, puerta de Oriente y ventana a Occidente, de primaveras suaves y rigurosos inviernos. Ciudad cuyo asfalto y adoquines fueron hollados por generaciones de hombres sutiles y mujeres bellas, dueña de una biblioteca de tres millones y medio de volúmenes, por la que corría un río con la memoria de la muerte de un heredero del trono y del final de numerosas dinastías de tiranos. Sarajevo, con su hotel Europa, su fragante Bashcharshía, el viejo barrio otomano de Sarajevo, sus tranvías ocre-anaranjados, sus cafés, plazas y paseos. Abajo, en la hoya, aquella risa desatada se clavaba en el corazón ya lastimado de la villa, más hiriente aún que los proyectiles.
El juego (en realidad, ¿lo era?) se detuvo con la misma brusquedad con la que había comenzado. E. Komesarov se enderezó y se encastilló en su silencio.
El escritor ruso Komesarov callaba mientras los soldados serbios le daban palmadas en el hombro. Luego cogió sus gafas con el índice y el pulgar, las limpió y se dirigió al Estado mayor, humedeciendo sus labios agrietados y secos. Acre y molesto, el olor de la pólvora no se separaba de él. La luz resaltaba dos arrugas insólitas en el rostro de E. Komesarov cuando alzaba su vaso, lleno de un licor áspero, a la salud de los generales serbios.
Sus movimientos proyectaban sombras desmedidas en la pared cubierta de planos militares y estratégicos; teatro de mármol que deformaba sus siluetas como un espejo de feria, confiriéndoles una dimensión caricatural.
Estas sombras parecían dotadas de vida autónoma: pájaros de presa viejos como el mundo disputándose un trozo de carne humana, cuervos milenarios de ensangrentado pico.
Conforme a un protocolo ritual, casi mágico, un vehículo todoterreno había conducido al escritor E. Komesarov y al líder serbio -por otra parte, psiquiatra y poeta- hasta el restaurante El Cordero, en Vogoshca, junto a Sarajevo. Allí habían encontrado la mesa dispuesta y a un joven que Komesarov tomó por el ángel guitarrista de ojos inmensos. Mientras se acomodaban, el mozo, obedeciendo a la señal de un guardián que permanecía en la sombra, comenzó a interpretar un romance ruso acerca de una muchacha y de la nieve que fundía en sus pestañas.
Komesarov le ofreció carne y un raki tan amarillo como quintaesenciado ámbar. Al hilo de la conversación averiguó que el chico asustado era en realidad un prisionero musulmán que cantaba y tocaba la guitarra desde hacía días para distraer a los oficiales serbios. Su voz, todavía impúber, parecía haberse quebrado y Komesarov tuvo la impresión de que había un secreto agazapado tras sus cuerdas vocales, como si Azrail, el ángel de medianoche y la muerte, hubiera acariciado con su ala el rostro y el pecho del extenuado cantor.
¿Ya ha cavado? Esta frase, incomprensible para Komesarov, volvía como motivo central en la conversación. Los serbios, bastante achispados y con la boca llena, habían formulado la pregunta, destinada a estallar como un globo de helio cuando un oficial le reveló, sin ambigüedad alguna, que los prisioneros musulmanes debían cavar su propia tumba antes de ser fusilados. E. Komesarov comprendió al fin que "¿ya ha cavado?" significaba que el guitarrista estaba condenado a morir después de la comilona.
Mientras se disponía a partir en el amanecer melancólico, como lo suelen ser los del otoño del centro de Bosnia, el escritor ruso se detuvo en el umbral de la puerta del restaurante de Vogoshca, en las alturas cercanas de Sarajevo. Caminó hacia el joven cabizbajo, y le dijo: "Adiós, y no me juzgues sobre lo que acabas de ver". Luego se fue a acostar.
Instantes más tarde, el adolescente de la guitarra, escoltado por sus guardianes, se internó en un sendero de montaña que le conducía al último amanecer de su corta vida.
Volibor Colic es un autor bosnio refugiado en Francia. Su relato forma parte del libro Les bosniaques, editado en Estrasburgo por Galilée-Carrefour des Littératures y refiere un episodio real: la visita a los radicales serbios de Karadzic de un conocido ex disidente ruso hoy afín ideológicamente al líder del Frente Nacional Jean-Marie Le Pen.
Traducción y nota de pie de página de Juan Goytisolo.
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