Sentido común
SI EXISTE un ejemplo concreto de distanciamiento entre la opinión pública y las fuerzas políticas e instituciones varias es, sin duda, en lo referente al aborto. De ahí que el anuncio hecho público el pasado sábado por el ministro de Justicia en la clausura del Octavo Congreso de Jueces para la Democracia, por el que el Gobierno había decidido desglosar la ampliación de la despenalización del aborto de las reformas del Código Penal, no pueda entenderse sino como un intento serio de acortar esas distancias.La doctrina de la Iglesia es meridiana e inequívoca: el aborto, cualquier tipo de aborto provocado, es equiparable al genocidio nazi, los campos de exterminio, la limpieza étnica y el asesinato. Está en su derecho de opinar según sus criterios morales. La normativa legal actualmente en vigor en España se recoge en la Ley de Despenalización Parcial del Aborto, de 1985, en la que se contempla la posibilidad de abortar en tres supuestos específicos: violación, malformación del feto y peligro físico para la madre. La ley mejoraba la legislación anterior, pero dejaba numerosas zonas ambiguas en su aplicación, Io que permitía desde una aplicación radicalmente conservadora por parte de algunos jueces -basta recordar los juicios contra los fundadores del centro de planificación familiar Los Naranjos, de Sevilla, o la condena en Málaga al ginecólogo Germán Saénz de Santamaría y a su ayudante- a un importante rechazo por parte de los sectores más identificados con la lucha emancipatoria de la mujer.
Es conocido que la política se suele definir como el arte de lo posible y no necesariamente de lo idóneo. Pero también es cierto que, cuando los legisladores encuentran una amplia contestación en quienes han de aceptar y asumir lo legislado, resulta mucho más sensato cambiar la ley que el sentir de los ciudadanos. En España existe un dato de difícil discusión: la media anual del número de abortos es de unos 100.000 casos, de los que el 75% se realizan al margen de los supuestos que la ley permite. Eso quiere decir, sin más, que la legislación vigente no cubre, ni mucho menos, las necesidades o la voluntad de la población. De ahí que el anuncio del ministro de Justicia, Juan Alberto Belloch, sobre la próxima presentación de un anteproyecto de ley que amplíe la despenalización del aborto sólo pueda ser saludado como una buena noticia, como un intento de aproximación de lo oficial a lo real. Si además, y como el propio ministro señaló, el anteproyecto tenderá a que la decisión última sobre la cuestión corresponda a la mujer, se habrá conseguido algo que parecía difícil: aplicar el sentido común a la ley.
Hasta la fecha y sobre el tema opinaban las parlamentarias y parlamentarios, la Iglesia, los jueces, los médicos y psicólogos, en general todos aquellos que, por unas u otras razones -desde las jurídicas hasta las morales-, consideraban indispensables su opinión y participación en la materia. Si se cumple lo anunciado por el ministro, que en definitiva no era sino una ampliación de lo que recogía el paquete de medidas aprobadas por el Consejo de Ministros del pasado viernes para impulsar la vida democrática, la mujer será quien decida sobre la interrupción o no de su embarazo. El Estado alcanzaría así una función mucho más digna y civilizada que la de mero instrumento represivo: la de ayudar en la medida de sus posibilidades a que dicha decisión personal e intransferible se haga con el mayor y mejor conocimiento de causa.
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