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38ª SEMANA DE CINE DE VALLADOLID

La presencia de Kieslowski y el último filme de Stephen Frears sostienen la altura inicial

La presencia fugaz del cineasta polaco Krysztof Kieslowski, que acudió el sábado por la noche a presentar su Azul, y la proyección ayer, domingo, de Café irlandés, una intensa y emocionante película del británico Stephen Frears, sostuvieron la gran altura inaugural de esta edición de la Seminci, por lo que este festival -el mejor de su especie de los muchos que se hacen en Europa- sigue la huella de sus brillantes ediciones precedentes.

Sólo unas pocas horas duró la presencia en Valladolid de Krysztof Kieslowski, y tres de ellas estuvieron dedicadas, tras la proyección de Azul, a una larga conferencia de prensa del cineasta con los periodistas acreditados aquí.Kieslowski, que suele ser un hombre lacónico, habló esta vez más de lo que acostumbra, y su encuentro con alrededor de dos centenares de interlocutores se prolongó hasta muy avanzada la madrugada del domingo. No parecía encontrarse cómodo, tal vez a causa de la trivialidad de algunas de las preguntas con que se inició el coloquio, por lo que su habitual seriedad y concisión derivó hacia la ironía -a veces casi el sarcasmo- y hacia algo infrecuente en un hombre que suele ir al grano: echar balones fuera. Sus explicaciones por ello no tuvieron el interés que merecía su extraordinario trabajo en Azul, y lo único que queda es el hecho mismo de su presencia, justificada por el inminente estreno de la película en España.

Con Stephen ocurrió lo contrario: la arrolladora elocuencia de su Café irlandés -cuyo estreno aquí es también inminente- llenó con creces la ausencia personal del cineasta, que después de su corto exilio dorado en Hollywood ha vuelto a paisajes más cercanos a su obra precedente.

Trepidante y escueta

No vuelve Frears la mirada al Londres golfo de Mi hermosa lavandería y Ábrete de orejas, sino a una asfixiante y triste barriada obrera de Dublín. Y lo ha hecho con una película transparente, trepidante y escueta, de poco más de una hora y cuarto de duración, que, aunque producida por y para la televisión británica, encuentra en la pantalla grande su lugar natural, pues es cine químicamente puro, realizado con una maestría y una soltura insuperables: en las antípodas estilísticas de la película de Kieslowski, pero en cierto modo complementaria de ella.Allí donde el cineasta polaco da una lección de geometría de la imagen, el británico hace un alarde de explosiva anarquía imaginativa. Si en la blancura de la pantalla aquél dibuja formas con tiralíneas, éste lleva a cabo con brochazos un dibujo formal no menos exacto. Fue todo un regalo contemplar ambas películas, una a continuación de otra, pues a sus acusadas diferencias de estilo les une algo común de rango superior: la misma energía moral, pues ambas son dos violentas y apasionadas sacudidas contra la modorra contemporánea, contra el acatamiento, contra la pérdida de la capacidad de indignación y del sentido del escándalo.

Es Café irlandés, un relato directo, hecho sin el menor preciosismo, cimentado en un guión literalmente perfecto, que contiene una docena de esbozos de seres humanos en auténtica carne viva: una piña familiar y vecinal cuya peripecia abre en canal la pasión de libertad que pugna por abrirse paso a través de la costra de miseria material y moral, que aplasta a los habitantes de las cunetas pobres de las sociedades de Occidente, esta vez en su parcela dublinesa.

Una sensación poderosísima de verdad, de humor y de desgarro, brota de la pantalla creada por Frears y el formidable equipo de actores que presta su carne a la carne de esta adorable pandilla de humildes irlandeses universales.

Y cerró el día, tras tanto y tan distinto buen cine, una bienintencionada pero pretenciosa película holandesa -Oeroeg, dirigida por Hans Hylkema-, cuyo transcurso se sabe de antemano, por lo que resulta cine sin ninguna emoción.

La energía de Azul y Café irlandés borró del mapa de la memoria a la insignificancia de este relleno holandés.

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