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Paseante

En Madrid, con dinero y sin familia, Baden-Baden, decían los madrileños de la posguerra, tomando como referencia la población balnearia de la Selva Negra, que constituía entonces un paraíso. Porque Madrid era un lujo: desde el agua de Lozoya aquella, ya casi desaparecida, cuya suavidad maravillaba a los visitantes (y se la llevaban en garrafones), hasta la propia ciudad, que ofrecía múltiples recursos de diversión y parecía concebida para pasearla y disfrutarla. Mejor con dinero y sin familia, naturalmente, en aras de la libertad total y del desenfrenado bureo.Mucho de ello conserva, sin embargo. Hay ahora en Madrid una vida ciudadana intensa, un incómodo ajetreo, un tráfico demencial, pero la ciudad sigue ahí, abierta en escaparate para qiuen quiera pasearla. Cuando la época de vacaciones puede ser una verdadera delicia. Un castizo afirmaba que, durante el verano madrileño, no se cambiaría por el emperador de la China: "Ese Retiro", explicaba, "esa plaza del Ángel Caído única en el mundo" (efectivamente, a ninguna municipalidad se le habría ocurrido erigir un monumento al demonio), "esas callejuelas recoletas del Madrid de los Austrias ... ; y si lo que prefieres son amplias avenidas", añadía, "ahí están, para pasearlas en arrobadora contemplación de sus palacetes o de sus modernísimos edificios. Todo eso para mí solo y de balde", comentaba el castizo viandante, "y si tengo la hora meditabunda, distraigo el paseo con mis pensamientos".

Fue una lección de ciudadanía, una invitación a gozar de la calidad de vida desde la misma sencillez, y le imité: traspuse el portal, oteé de babor a estribor el horizonte, eché a suertes el rumbo, salieron nones, aproé Cibeles, y anduve. Efectivamente, pasear Madrid constituía un placer, que no suele darse por otros pagos. Mas aquello de hacerlo en soledad no pasaba de ser una entelequia. Pues apenas pisé la acera, ya me querían vender pañuelitos, ya me reclamaban un óbolo para pagar la pensión, uno me quiso meter en un autobús donde sería sometido a encuesta, otro solicitaba mi firma solidaria con los enfermos del sida, un camello apareció mirando de soslayo y susurró el precio de la papelina, una mujer pretendió venderme boletos de una rifa a beneficio de los huérfanos tailandeses, un chaval me pidió un pitillo, otro veinte duros para llamar por teléfono... Y así calle adelante, en tumultuosa compañía, daba igual que embocara calles recoletas o amplias avenidas. Los que piden, en Madrid, son de una tenacidad rayana en lo heroico. Los que piden, en Madrid, son capaces de perseguirte hasta el catre.

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