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Veritatis splendor

Me siento rejuvenecer. ¡Aún me queda el don de la estupefacción! He dado unos días de tregua a mi espíritu tras el espectáculo del asalto armado al Parlamento ruso, a la espera de clarificaciones mediáticas o directas de lo que había ocurrido. Conocí a varios parlamentarios, aún soviéticos en el momento de comenzar el experimento parademocrático gorbachoviano, y había de todo, desde los convencidos de que el capitalismo conectaba con las leyes de la naturaleza material y humana hasta los breznevianos que se subían al carro porque no tenían otro, pasando por los disidentes, ejemplares alineables tanto en posiciones de liberales radicales consecuentes o socialdemócratas forjados en el espíritu de la dialéctica sin dogma. La insuficiencia de la representatividad democrática del Parlamento era tan evidente como la de Yeltsin, tan evidente como la legitimidad de Yeltsin y del Parlamento con las leyes allí vigentes en la mano. No se me escapa que un aspecto del pulso sostenido entre el presidente y los parlamentarios puede explicarse según la lógica de la lucha interna de una casta política que se sucede a sí misma y no quiere dejar de ser la casta política dominante. Y me Parece concebible que una seudodemocracia personalista utilice al Ejército como policía privada interior, como una policía cebada y desde ahora legitimada para sofocar cualquier rebelión en la granja.Lo que me parecía inconcebible es la miseria ética empleada por El Gran Hermano occidental para justificar a su Pinochet del Este con la excusa de que era el mal menor, línea argumental coincidente que se basa en la manipulación descarada del sentido histórico de la resistencia del Parlamento. Ha bastado que, como casi única imagen de esa resistencia, se diera la de unos cuantos fascistas moscovitas saludando con el brazo en alto, o a la ligera adjetivación de nostálgicos bolcheviques aplicada a diputados que procedían incluso de las filas de Yeltsin y que tenían conocimiento de causa de cómo las gastaba, y las gastaría, tan peculiar valedor de la eticidad democrática. Incluso consumado el brutal asalto, en una misma página de un diario de este país puede leerse el testimonio de un angustiado parlamentario, no precisamente nacional-bolchevique, y a su lado la insistente, ciega, crónica del periodista, apéndice de El Gran Hermano, insistiendo en que dentro del Parlamento sólo había obsolescencia histórica y "mala sangre". Sangre ha habido y mala, como toda sangre derramada de muchos idealistas que tuvieron en su contra el cinismo democrático de todo un sistema de dominación universal que hasta ahora, hayan caído los muros que hayan caído, reparte más leches que bocadillos.

Inconcebible, aunque tragicómico, que Yeltsin consulte a Clinton si puede matar para salvar la democracia y cuántas libertades formales tiene que transgredir para salvar la libertad. Tragicomedia, la complicidad de los césares de provincias dispuestos a ponerse los trajes usados del emperador, pasando por encima de los cadáveres y sin hacerle ascos a la brutalidad democrática con que los soldados golpeaban a los resistentes al revelador grito de "¡toma privatizaciones'. En efecto: ¡toma! ¡Toma privatizaciones! El señor Solana llevaba puesto elotro día un traje usado de Clinton, y no de los mejores, que le venía ancho, y no tuvo el valor ético socialista de recordar a los socialistas in péctore que había dentro del Parlamento ruso enfrentados al Gran Topo. Ni siquiera se ha supuesto que los provocadores que fueron a por la agencia Tass o a por la televisión le entregaban a Yeltsin la excusa que esperaba, y ya sabemos cómo se han prefabricado históricamente este tipo de excusas, aunque de algo ha de servir el interesadamente inculcado descrédito del saber histórico y el de la memoria.

Con todo el terror que pueda haber en Moscú, explícito, no me parece tan preocupante como el terror implícito que nos rodea ante la comprobación de que El Gran Hermano está aquí. La alianza impía entre el poder económico, el político, el mediático, no tiene por qué establecerse en reuniones secretas y conspiratorias, aunque de vez en cuando las tenga. Es una coincidencia desde la intuición de una misma finalidad, filosofía que juguetea con la inutilidad de tener finalidades. La pluralidad es una guinda que justifica el resto del comistrajo inapelablemente monoteísta. Cuando se consuman los sucedidos de Moscú como mercancía informativa perecedera que son, se esfumará al mismo tiempo la oportunidad de una reflexión sobre la insoportable levedad del saber que nos rodea, basada en una miseria mediática en tiempos de opulencia mediática. Y ya desde el más irrenunciable sentido del humor, marchando una de ética, de ética democrática naturalmente. Necesitamos una Veritatis splendor laica, no a lo divino, que así es fácil, y desde la venturosa, ingenua, capacidad de estupefacción que me he redescubierto en plena madurez, me atrevo a pedir a alguno de nuestros excelentes especialistas en ética -tenemos una de las mejores selecciones nacionales europeas- que le hagan una ética a la medida a la situación, sin caer, naturalmente, en la nefasta ética de situación. Ya sé que ética viene de costumbre en griego. Por eso, precisamente por eso, hay que orientarse sobre cómo y cuánto hemos de acostumbramos a autoengañamos democráticamente.

Manuel Vázquez Montalbán es escritor y periodista.

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