La policía no había informado a las familias de las dos víctimas 12 horas después del accidente
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Con el coche se deslizaron por las calles de La Rosilla, una colonia de realojamiento de chabolistas gitanos en la villa de Vallecas. La lentitud con la que circulaba el vehículo y la inusual carga que portaba alertó a una patrulla de la Policía Municipal. El reloj de los agentes marcaba las 5.10 cuando les dieron el alto.
Los dos yonquis oyeron el ulular de la sirena policial. Antonio Torres pisó el acelerador, golpeó al coche policial y se dio a la fuga por la comarcal M-602, en dirección a Villaverde. Poco duró la persecución. Tras subirse a la acera, el Opel Kadett se topó con señales de carretera cortada por obras. Para cambiar de sentido se abrieron por la derecha. El barro cubría el pavimento. Frenaron, dieron un volantazo, el coche patinó y Antonio Torres Santos y César Silverio Rodríguez pusieron punto final a sus correrías.
El coche cayó en picado por un terraplén con tres metros de desnivel. El morro se incrustó en el suelo y, como una catapulta, el automóvil se empotró contra una pared de hormigón. Murieron en el acto.
"Casi mejor que muriesen en el acto", comentó un sanitario. Los restos tuvieron que ser rescatados por los bomberos. El juez de guardia ordenó el levantamiento de los cadáveres.
En la mañana de ayer, en casa de Antonio, nadie sabía lo sucedido. La noticia aplastó ala madre, María Santos, un ama de casa con el pelo tintado de rubio. "No te caigas, madre; nos tienes aquí", le decía su hija Maite. "Algún día tenía que pasar", sollozaba otra hermana. Nadie, ni la policía que lanzó la noticia por teletipos, les había comunicado la muerte. A esa débil esperanza empezaron a aferrarse. Los vecinos, que algo habían oído por "la tele", ocultaban la verdad. Se sentaban alrededor de la madre y la consolaban. Fumaban. En el salón, con muebles de cuero sintético, el aire se tornaba pesado. Mientras, a escondidas, las hermanas llamaban a la policía, a otra hermana, a quien pudiera decirles algo. "¿Iba con -un negro", inquirían con ansiedad.
El piso, con el padre ausente, mostraba unas paredes recargadas de fotos de familia, de boda. Ocho hermanos se han criado bajo su techo. Las fotos de Antonio mostraban un chico de cara resuelta, con el pelo castaño claro. Vestido con ropa deportiva posaba, de perfil y de frente, con aire serio en un jardín.
"Picado por la droga"
Su madre recordaba que carecía de aficiones y que le disgustaban las discotecas. Rememoraba cómo hace dos semanas su cuerpo se desplomó en casa. La madre le hizo el boca a boca y le llevó "medio muerto" al hospital de Móstoles. "Estaba picado por la droga. Yo, cuando venía, le calmaba como podía", musitaba la madre.
Hace algunos años, Antonio Torres abandonó la casa, a la que sólo volvió en los malos momentos. Salió con una chica. "No era violento", repetía la madre. Sus parientes desconocían dónde dormía, excepto cuando era ingresado en la cárcel.
En la mañana de ayer tampoco sabían que su cadáver había sido depositado en el Instituto Anatómico Forense.
Dos 'yonquis' mueren aplastados en un coche robado cuando huían de la policía
La madrugada en que Antonio Torres Santos murió, le ardían las venas. Llevaba un botín de prendas deportivas, con el que, en compañía de César Silverio Rodríguez, huyó de la Policía Municipal en un coche robado. A las 5.15 de ayer ambos fallecieron aplastados en un terraplén de la carretera comarcal de Villaverde a Vallecas. El coche se había salido de la carretera en la persecución policial.
La víspera, a las siete de la tarde del pasado domingo, Antonio Torres había rondado como un fantasma por la casa de su madre, en un oscuro tercer piso de la calle de Simón Hernández, de Móstoles. Buscaba dinero para darse un pico. Derrotado por el síndrome de abstinencia, sus brazos supuraban sangre de tanto rascarse. Tenía 19 años. Delante de su familia, abrió con una pequeña llave el armario metálico donde solía guardar el dinero. Estaba vacío. Y en casa poco le pudieron dar sus hermanas Maite y Montse, que por las tardes cantan rumbas para sacarse unos duros. Antonio huyó. En la calle, salió a por su antiguo vecino de la calle de Mariblanca, 6, César Silverio Rodríguez Santana, un callado dominicano, de 27 años, que alguna vez había vendido papelinas de heroína. Juntos salieron a dar un palo. Mandaba Torres.
Por algo lucía un historial plagado de robos con fuerza, para algo había pisado las celdas de Alcalá-Meco y de Carabanchel. Con el golpe iba a acallar el ardor que le perseguía, desde que a los 15 años se metió el primer chute. El golpe, sin embargo, también acallaría su vida y la de su compañero. Esa misma noche, en Móstoles, robaron un Opel Kadett de color rojo, un coche fácil de abrir y rápido de conducir. Según la policía, atracaron una tienda de ropa deportiva, presumiblemente en Móstoles. Eso fue lo que se descubrió entre los restos del coche.
Su destino era La Celsa, un poblado de chabolas donde tal vez pensaban cambiar las prendas sustraídas por un momento de éxtasis. PÁGINA 3
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