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El tributo del maestro

Me cuenta un amigo lo que otro amigo le ha contado sobre la sonora bronca que se ha traído un ilustre profesor con el Ministerio de Hacienda. Según parece, y tal como el propio afectado lo explicaba en este mismo periódico, su deuda fiscal ascendía a unos diez millones, y para sufragarla había solicitado la ayuda de quienes le guardan alguna gratitud por su impagable labor de dinamitero intelectual antes y después del santo advenimiento. Parece también que, gracias en parte a lo recaudado por este sistema y en parte a un crédito bancario, el profesor se ha puesto en paz con la contabilidad del Estado. Lo que no le ha impedido aderezar públicamente su pago con notables reflexiones en torno a los dimes y diretes que el anuncio de su apremio y la colecta consiguiente suscitaron.Mi amigo y el suyo, cuyas economías no les permiten distraer un duro en altruismos, se habían limitado hasta ahora a observar un respetuoso silencio sobre él caso. Primero, porque, como dicen, mal podrían indignarse con un presunto defraudador (al que bastante ha exprimido ya Hacienda en su sueldo) cuando aquí no hay Dios -y quien puede más, más, y quien menos, menos- que no defraude o no procure defraudar. Pero también porque, dado lo mucho que reconocían haber aprendido de aquel hombre en el pasado y seguros de que por estos lares no abundan los de su talla, confiaban en que el maestro acabaría por desvelar las apabullantes razones que sin duda le animaban en su pleito con el fisco. Todo eso sin olvidar, en fin, que ambos cultivan a escondidas un cierto regustillo ácrata con el que suelen abominar de la tecnodemocracia (o demotecnocracia) que nos desvive, y de sus pompas y sus obras. Así que esperaban de su héroe la única conducta que podía aliviar sus trajinadas conciencias: empecinarse en no pagar, y a ver qué pasa. Durante el tiempo en que el Estado se enzarzara con él y sus recursos, el verbo de nuestro pensador iría desgastando poco a poco la altivez del monstruo. Claro está que debía perder tan desigual combate, pero entretanto habría puesto las vergüenzas del Estado al descubierto y en ridículo la mediocridad de sus gestores. Habría sido su última lección magistral.

Pero la lección no ha sido ésa, y mi amigo y el otro andan algo mohínos. Cierto que aun les ronda la sospecha de que sean ellos mismos, y no su maestro, los errados, mas ya dejan traslucir cierta decepción y una como vergüenza ajena. Y no es su rápida rendición al fisco lo que les ha desconcertado, no, sino sus mismas palabras al pregonarla. Si él no ha defraudado a Hacienda, es de prever en cambio que varios de sus discípulos hayan salido defraudados. Mientras el catedrático sólo dejaba oír su queja particular ante la lanzada fiscal, ¿quién que no fuera un resentido iba a librarse de sentir alguna simpatía para con él? Hasta cabía esperar, como se ha dicho, que su lamento fuera mera argucia momentánea que pronto daría paso a un aluvión de bien trabados argumentos contra uno más de los signos de servidumbre con que el Estado nos marca. Lo malo ha venido cuando el pensador (él, tan dado a invocar la razón común) se ha dispuesto a proclamar una razón general e impartir doctrina.

Y es que -y aquí me muestran los recortes de prensa para que no haya dudas- las dos recientes vindicaciones de Agustín García Calvo, pues de él se trata, parecen salidas de manos contrarias. Casi al final de la primera (3 de septiembre) se dice que "la reducción a la vida privada y al individuo de cuestiones como la contribución al fisco, de modo que cada cual tenga sus cuentas y sus tratos privados con el ente, es el modo de asegurar que nada de común discurra y viva entre la gente y que se reafirme en su trono al Dinero Imperial". Y quien esto firma está dispuesto a suscribir cada una de esas palabras y hasta a entender (aunque no a compartir tamaño arrebato) su exhortación a que, frente a tal dominio, "no haya moral ninguna que no sea una política, que la vida privada se haga pública". Todo lo cual, por cierto, no acaba de casar bien con su confesada preferencia por declararse a otros amores antes que a Hacienda... Pero es el caso que, justo al arranque de la segunda diatriba (27 de septiembre), la doctrina se invierte. Ahí nuestro hombre escribe que, "aun tratándose de un asunto tan privado" (los tratos de uno con el fisco son tan estrictamente privados como los de uno con su pareja), los trámites de su litigio han tenido alguna repercusión pública. De manera que, ante discrepancia tan paladina entre ambos párrafos, ellos y yo no sabemos a qué carta quedarnos: que todo sea una chanza de filólogo y nuestras luces no alcancen a comprenderla o que, a la postre, el venerado maestro pretenda sin más rendir un cumplido homenaje a aquel viejo presocrático a quien dieron en apellidar el oscuro.

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Sea como fuere, no se ve por qué su ocurrencia de relatar en la prensa sus cuitas tributarias haya sido -como al concluir viene él a jactarse- una "transgresión de la línea que separa lo privado de lo público". De momento, porque se diría que sólo ha cometido una transgresión de la lógica. Aquellos dos pasajes mentados quebrantan, desde luego, el elemental principio de no contradicción, aunque bien podría suceder a estas alturas que también la lógica fuera una ciencia al servicio del Estado y deba ya sólo por ello ser transgredida sin miramientos... Pero, asimismo, porque nada indica que aquella transgresión se desprenda de cada una de esas enfrentadas enseñanzas que -una detrás de otra y como siendo la misma- nuestro pensador parece transmitir.

Supóngase, pues, que la contribución al fisco fuera un asuntogrivado y hasta íntimo del individuo (y los propios títulos que encabezan sus artículos apenas dejan dudas de que ésta resulta la convicción probable de su autor). En tal caso, García Calvo no lo habría convertido en público por haberle dado una cierta publicidad, de Igual manera que los devaneos de la actriz siguen siendo privados por más que los medios los exhiban a toda plana. Simplemente lo habría despojado del carácter secreto que acompaña a lo privado. Aunque hubiera logrado promover con la publicación de su asunto un interés más o menos generalizado (si bien es de temer que "los de abajo", ¡ay!, no estén tan interesados como él supone), no por ello lo habría vuelto de interés general. Que alguien nos diga, entonces, cómo incurre en semejante transgresión un pleito privado que se da a conocer a través de la publicidad privada. Sólo la habría si nuestro hombre se hubiera esforzado en probar que, pese a ser considerada por todos o la mayoría cuestión privada, se tratara en realidad de una cuestión pública. ¿Y cómo iba a intentarlo sin perder la cara y la razón que esgrime?

Supongamos, al contrario, la verdad de que la contribución al fisco fuera un asunto público del ciudadano. Y eso al margen de que muchos, por tomarse a sí mismos como meros individuos y no albergar otra alma que el dinero, puedan de hecho considerarlo cosa privada. Al margen incluso de haya quienes ventilan a hurtadillas sus asuntos con Hacienda, y que por cierto no es cada quisque -como el profesor afirma-, sino justamente los prohombres y más eximios representantes del dinero; a los demás, dada nuestra nimiedad tributaria, Hacienda no nos dispensa tal privilegio... Pues bien, a lo que íbamos. Como el asunto ya es por sí mismo público, con independencia de que sea publicado, esta publicidad posterior nada le quita ni añade de público a aquel asunto, sino que en todo caso lo confirma. Ni hay en ello tampoco el menor motivo de escándalo, puesto que su simple difusión periodística sería del todo acorde con la propia naturaleza del caso.

Así las cosas, en suma, la auténtica transgresión consistiría en atreverse a defender a las claras que nuestros tratos con la Hacienda Pública deben ser privados y nos dejemos de monsergas morales en política. Que, en lugar de hacer públicas las listas de contribuyentes por si pudiera surtir algún efecto disuasorio sobre el tentado a evadirse, cada cual se las componga como Dios le dé a entender y trapichee cuanto guste en el confesionario fiscal. ¿Y qué principios fundarían tan excelente ideario? 0 bien que no somos ni valemos más que nuestro peso en el mercado y nada -ni siquiera una modesta red de ferrocarriles- debemos al conjunto; o bien que la prestación fiscal, cualquiera que fuere su destino, sólo contribuye a redoblar los medios del poder contra nuestra impotencia. A decir verdad, algo de esto último viene a insinuar el profesor cuando pone en solfa la "fe reinante" en la voluntad redistributiva del Estado y su mentira..., pero pospone la revelación del misterio a otro día. Entretanto, la dificultad parece residir en que, para dejar de ser súbditos fiscales del Estado, hay que aceptarse súbditos totales del capital. Si la olvidara, nuestro hombre no se habría saltado "la línea sutil y férrea que divide lo público de lo privado", sencillamente la habría borrado. Y la habría borrado por su trazo más débil, o sea, por el lado de lo público.

Que conste que uno no tiene mayor reparo en sostener, con García Calvo -y, en la medida que sea, merced a su magisterio-, que la verdadera forma de nuestro régimen político es "el Estado, fundido con el capital y regido por un solo ideal, el del dinero por lo alto". Sólo que, aun a riesgo de imaginar el futuro, también se pregunta dónde radica la esperanza, si alguna quedara, de hacer volar ese binomio Capital-Estado por los aires. Y como nada sustantivo impide concebir que el Estado sea por fin nuestro (y tal es el ideal de la democracia) y no ya nosotros del Estado, pero resulta imposible pensar siquiera en hacer nuestro el capital (tan enorme sería el sin sentido), por fuerza aquella esperanza tendrá que reposar en algo así: en que las exigencias del capital lleguen a someterse algún día a las exigencias del Estado. No para que entonces reine la figura opuesta pero similar del Estado-Capital, sino con vistas a que surja otra nueva a la que queda llamar en verdad comunidad humana. Mientras esa utopía tiene lugar, bueno será reconocer que las pocas briznas de algo común que hoy podamos rastrear en nuestro mundo tan sólo crecen bajo el Estado.

es profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

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