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FERIA DE LA COMUNIDAD VALENCIANA

Triunfalismo total

Enrique Ponce salió a hombros por la puerta grande en loor de multitud. El objetivo se había cumplido: fin de temporada triunfal, una página para el libro de oro de la historia taurina de Valencia (¡y del mundo entero!, ya puestos ... ), justo el día en que se conmemoraba el 755 aniversario de la entrada de Jaime I el Conquistador en VaIencia, cap i casal del regne. Ya ha llovido.No se sabe qué dirá la historia de esta corrida dentro de 755 años, pero ahora mismo la gente que compareció debe de estar aún sin reponerse de la sofoquina, molidos los cuerpos, roncas las gargantas, agitados los espíritus, por el desbocado triunfalismo en que se sumió a lo largo de la tarde. Y no paró de aplaudir, de vitorear, de ponerse en pie, de re ' bullir en el asiento; buen zangoloteo de cuerpos inquietos moviéndose a oleadas todo el tendido a través, de arriba abajo, de babor a estribor, manifestando la emoción intensa que le provocaban las proezas de Enrique Ponce, ídolo nuevo, ojalá que perpetuo, de la más acendrada valencianía táurica.

Varias ganaderías / Ponce

Siete toros (uno, de regalo), de Atanasio Fernández, con romana, mocho, manso, pastueño; Joao Moura, chico e inválido; Jandilla, chico, inválido; Vicente Charro, terciado, flojo, manejable; Sepúlveda, terciado e inválido, se inutilizó una pata; El Torreón, terciado, inválido, luego moribundo, y sobrero de Joaquín Núñez del Cuvillo, terciado, inválido y moribundo. Varios sospechosos de pitones. Enrique Ponce, único espada: estocada corta baja (dos orejas); dos pinchazos, otro hondo y descabello (ovación y saludos); estocada trasera baja (silencio); pinchazo hondo -aviso- y descabello (oreja con protestas); estocada baja (petición, ovación y también pitos cuando saluda); dos pinchazos -aviso-, pinchazo y estocada trasera baja (ovación y salida al tercio); pinchazo y estocada trasera Joreja); salió a hombros.Plaza de Valencia, 9 de octubre. Segunda corrida de feria. Cerca del lleno.

Más información
Una docena de toros

Un triunfalismo total, un triunfalismo absoluto, un triunfalismo monolítico, sin fisuras ni resquicios, que no aceptaba críticas ni reparos; nada que pudiera desmerecer la encendida exaltación a la gloria del titular de la causa. Y la verdad es que no fue para tanto. En realidad, fue para bastante menos. Porque apenas hubo en la arena toreo, entre otras razones porque nada había que torear. Los toros, todos menos uno, estaban inválidos y en su mayoría devenían moribundos.

¿Alguien pudo imaginar alguna vez el arte de torear un cadáver? Pues ese prodigio obró Enrique Ponce sobre el albero del histórico coso de la calle Xátiva. Nunca, jamás desde la entrada en el cap i casal de Jaime I el Conquistador, acá (o nunca jamás hasta donde llega la memoria en la noche de los tiempos), toreó nadie tan despacio como lo hizo Enrique Ponce en el quinto toro. También es cierto que el toro apenas podía caminar, permanecía agónico, y si llega el pinturero diestro a mover un poquito más rápida la muleta, lo tira patas arriba de la impresión.

Y, mientras tanto, en los tendidos estallaba la locura, dicho sea con los debidos respetos. Allí las exclamaciones, el clamor, el éxtasis y el deliquio. Se aplaudía todo. Lo mismo muletazos de armonioso trazo que la precipitada toma del olivo por parte del diestro, al perder el dominio en los lances de capa y verse perseguido por el toro. Lo mismo los rodillazos que la determinación de ir a por la espada cuando el cuarto inválido se quedó cojito. De ese toro también pidieron la oreja para Ponce, a pesar de que sólo le había dado unos buenos ayudados.

Curiosamente la mejor faena se la instrumentó Enrique Ponce al primer toro, el Atanasio, único enterizo en la tarde. Manso en tres varas (los demás sólo soportaron una, y gracias), llegó pastueño al último tercio y Ponce lo muleteó con arte y dominio, principalmente en dos tandas soberanas de redondos, impecables de ajuste, gusto y templanza. A aquellas alturas de la tarde Enrique Ponce estaba pletórico de torería. Luego vino lo usual, torear despegado y abusando del pico de la muleta; los toros se derrumbaban; había más afectación para la galería que hondura torera. Segundo y tercero transcurrieron sin especial lucimiento, en el cuarto salió Ponce a por todas y como tampoco consiguió cuajarle faena, se tiró de rodillas pegando molinetes y eso enardeció a la multitud. También recurrió a los circulares, metido en el costillar y agarrado al toro, con gran júbilo del público. Cualquier cosa valía para mantener vivo el fuego de la pasión que abrasaba al cotarro. Finalmente acaeció la creación de la tauromaquia insólita: torear cadáveres. Y no bien le hubo rezongado el gorigori al séptimo, decenas de espectadores se lanzaron al redondel y acompañaron conmovidos al ídolo en su salida a hombros por la puerta grande. Sólo faltó que lo sacaran bajo palio, entonándole ¡Hosanna, hosanna!

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