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FERIA DE OTOÑO

Dos torerazos

JOAQUÍN VIDAL Nuevas emociones, emociones renovadas en esta corrida de la Feria de Otoño, la más interesante e intensa de su historia. Nuevas emociones, porque salieron toros -torazos, se debería decir- y hubo toreros -mejor llamarlos torerazos-, que, una vez más, revivieron la autenticidad de la fiesta. Dos torerazos, Miguel Rodríguez y Luis de Pauloba, frente a los toros-torazos de Dolores Aguirre, que además sacaron dureza de pezuña, bronquedad y mansedumbre.

Mucho peligro tenían los toros. Manolo Cortés, apercibido de lo que podía ocurrir, se quitó de encima a los de su lote. Miguel Rodríguez y Luis de Pauloba, en cambio, se fajaron con los suyos, y a uno de ellos le cortaron la oreja tras sendas faenas desbordantes de emoción y torería. En el otro lo intentaron, con grave riesgo de su integridad física. Y Luis de Pauloba se salvó, mientras Miguel Rodríguez sufría una impresionante cogida.

Aguirre / Cortés, Rodríguez, Pauloba

Toros de Dolores Aguirre, de gran trapío, comalones astifinos, descastados y broncos. Manolo Cortés: pinchazo bajísimo y bajonazo escandaloso (bronca); cuatro pinchazos y se tumba el toro (bronca); pinchazo bajo y otro hondo en la paletilla (silencio). Miguel Rodríguez: estocada (oreja); cogido por el 5% pronóstico reservado. Luis de Pauloba, que confirmó la alternativa: pinchazo, estocada corta atravesada -aviso- y descabello (palmas y también pitos cuando saluda); estocada corta contraria (oreja). Cortés cortó la coleta al banderillero Luis Arenas, que se retiró del toreo. Plaza de Las Ventas, 3 de octubre. Quinta corrida de feria. Lleno.

Volteado dramáticamente Miguel Rodríguez al embarcar un derechazo, el toro le tiró en el suelo un gañafón espeluznante, que rasgó la taleguilla desde la faja hasta los machos, pero el torero ni se enteró del guadañazo, pues yacía desmadejado e inerme. El golpetazo le había dejado sin sentido. Lo recogieron a puñados las cuadrillas y lo trasladaron apresuradamente a la enfermería. El vestido de torear hecho girones y ensangrentado, hacía suponer que llevaba un cornadón. ¡Y no tenía nada! Bueno, sí, las contusiones, la conmoción, mas, herida, ninguna. El banderillero Rafael Talaverón, que salió poco después de la enfermería, tuvo la bondad -Dios se lo premie- de hacer señas indicando que el torero estaba bien, y el público manifestó su alivio rompiendo a aplaudir.

El público, con aquellos toros y aquellos torerazos en plaza, estaba totalmente integrado en la corrida. Con toros y toreros así hicimos muchos la afición a la fiesta. Unas décadas atrás era lo habitual: Los toros serían bravos o mansos, entre los toreros había de todo, pero la lidia se desarrollaba en plenitud, jamás faltaba la emoción. Un torero, si presumía de algo, sería de su maestría, de su majeza, de la reciedumbre de su arte. A nadie se le hubiese ocurrido hacer gala de profesionalidad matando borregos desmochados y moribundos (tal especie era absolutamente desconocida), ni de sensibilidad artística toreando fuera de cacho, el pico de una muletaza inmensa puesto en el ojo contrario del toro, la cadera contoneándose, la mano que no torea en actitud de ir a cantar La Violetera. Los toreros de entonces no eran unos cursis, como la mayoría de las figuras de hoy.

Reciedumbre y majeza, conocimiento de las reglas del arte, valor para ejecutarlas empleó Miguel Rodríguez para someter a su primer torazo astifino en el toreo en redondo, y tras la vibrante faena que puso al público en pie, lo mató de un soberbio estoconazo. Miguel Rodríguez se empleó también en banderillas aunque con lamentable desacierto: clavaba donde cayeran, cinco de los palos que prendió a su primer toro aparecieron después en la arena, y al quinto le puso sólo dos, tras varias pasadas que empeoraron sus resabios. Luego sobrevendría la cogida.

Luis de Pauloba, valiente con el toro de la alternativa, que desarrolló sentido, echó el resto frente al gigantón sexto, un mansón de casta mala, al que ligó derechazos, le instrumentó magníficos ayudados y ganó a ley la oreja que pidió el público por aclamación.

La tarde otoñal fue de las que se recuerdan. Y aún tuvo de colofón la entrañable despedida de Luis Arenas, a quien Manolo Cortés cortó la coleta. Luis Arenas ha sido eficaz subalterno de importantes diestros y tiene en su palmarés numerosos momentos triunfales. Uno recuerda cierta tarde en Bilbao, donde prendió dos pares soberanos. El público le obligó a saludar montera en mano y lo hizo con la majeza, la reciedumbre, el orgullo legítimo que es propio de los toreros buenos. A Luis Arenas también se le puede llamar, con propiedad, torerazo.

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