De tomo y lomo
Paseo por las librerías de viejo en Madrid.
En el otoño, el ciudadano que aún tiene tiempo para ocuparse de su almario hace provisión de alimentos, y entre estos están, sin duda, los libros. Algunos prefieren rastrear en el pasado, buscando y rebuscando en viejos anaqueles. Para ellos, para usted quizá, trabaja la comunidad de libreros especializados en el libro antiguo. Con las joyas góticas, ya prácticamente inencontrables, pasando por las primeras ediciones del siglo XIX, hasta el libro de lance que hace dos o tres temporadas cos taba un riñón, se desarrolla un discreto mercado ajeno a los vaivenes frenéticos de otros sectores comerciales.
Comunidad inexpugnable
En el centro de Madrid, en un triángulo imaginario que uniría la plaza de Cibeles con la glorieta de Atocha y que tendría su vértice en el Palacio Real, se concentra el mayor número de estos exquisitos y raros comercios.
La mayoría de ellos son de reducidas dimensiones y sólo muestran una parte de los tesoros que su dueño guarda a buen recaudo en su biblioteca particular. Esta reserva no es por avaricia, sino por prudencia, y porque sabe que su negocio no depende del tránsito ocasional, sino de una pequeña, excéntrica e inexpugnable comunidad: los bibliófilos.
Ni la penumbra del interior ni el timbre que usted habrá de pulsar para tener acceso deben arredrarle. Una vez dentro, encontrará usted amabilidad, toda la información que precise y algo que hoy día tiene un valor inapreciable: nadie le atosigará para que compre.
Esquilmadas de cuanto en ellas hubo de valioso las casas rectorales, las grandes familias provincianas y lugareñas, actualmente el mercado depende mayoritariamente de las bibliotecas de los mismos bibliófilos. Es, por tanto, en gran medida, un mercado endogámico. En este punto tienen un papel relevante las viudas. Producido el óbito del afanoso lector (o coleccionista, que todo hay), una de las primeras medidas que toma su desconsolada esposa es deshacerse de los miles de libros que odió en silencio.
La compra no se produce, salvo excepciones, por el valor del conjunto, sino porque el avezado comprador ha localizado entre los cientos o miles de volúmenes algunas piezas de valor. Pueden ser 10 o 20, o simplemente una. Ellas justifican la compra. ¿Por cuánto? Es difícil. Desde el valor incalculable de una primera edición de Góngora hasta las 100.000 pesetas que se están pagando por una primera edición de Lorca existe un amplísimo recorrido.
¿Cómo recorrer este mundo? Madrugando. Madrugar y trasegar en los puestos de viejo del Rastro, de los mercadillos de barrio y urgar hasta dar con el título imprevisto, el autor menor pero estimable, la encuadernación romántica que protege un texto sobre apicultura o el libro sin valor literario , pero que guarda entre sus pliegos un grabado de gusto. Este coleccionismo madrugador, andarín y chamarilero está en el origen de coquetonas bibliotecas al cuidado de poetas, narradores y aficionados que, como quien se dedica a la pesca o a buscar níscalos en los pinares del Guadarrama, salen sábados y domingos con el alba, embufandados y un punto histéricos, al encuentro del libro.
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