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El discurso descamisado

Jorge M. Reverte

A estas alturas no cabe que nos asustemos por la forma que adquiere el debate sobre las ideas y la política. Si echamos un vistazo a la historia, no se encuentran con demasiada frecuencia polémicas que merezcan de verdad el nombre de debate. La descalificación y el diálogo de sordos son constantes, tanto en el terreno ideológico de la derecha como en el de la izquierda (valgan por el momento tan escurridizos términos).Desde que comenzó la transición democrática en España, por fijar un momento de referencia, la historia del debate en el seno de la izquierda es la mis ma, al menos en sus momentos más destacados. Ahora, en tiempos de crisis (el único punto de partida incuestionado es que estamos en crisis) es lógico que se acentúe tal característica. El último ejemplo de ello es la marejada en torno a las afirmaciones de Felipe González sobre los sindicatos. Manuel Vázquez Montalbán, en un re ciente artículo, se refería a ellas (EL PAÍS, 14 de septiembre). Ese artículo es un buen ejemplo de cómo una parte de nuestros intelectuales de izquierda abordan la polémica.

La teoría general de Vázquez es la de la victoria de los señoritos, constituidos en grupo social con intereses objetivos que actúan según sus necesidades coyunturales, despertando del espejismo que les hizo actuar en un periodo al lado de las fuerzas revolucionarias. Su calidad de hijos de la clase media acaba imponiéndose sobre su efímera consideración de progres de los sesenta. Y los sindicatos, el único movimiento social realmente existente, se han convertido en el objetivo de sus malvados intereses.

La descripción tendría su gracia si fuera obra de, Fernando Vizcaíno Casas. Tiene menos gracia si pensamos en la cantidad ingente de cerebros perezosos que digieren semejante razonamiento para desenmascarar, una vez más, la perversa esencia de la socialdemocracia.

Leído el artículo de Vázquez, cualquiera sufre un escalofrío y tiene la tentación de hacer examen de conciencia y repasar si alguna vez ha cometido la tropelía de poner en cuestión los sindicatos (antes, lo que no se podía poner en cuestión era el partido). Pasado ese horrible momento, cabe la opción confortable de encastillarse o bien la de arriesgarse a caer en el infierno de la duda: ¿es lícito discrepar de la acción de los sindicatos? Hasta Vázquez, así preguntado, daría una respuesta afirmativa. ¿O los sindicatos han heredado del desaparecido partido único del proletariado la virtud de la infalibilidad?

No se suele negar, en la teoría, la capacidad de discutir las cosas. Lo que se suele negar es la capacidad de algunos, mediante el sencillo procedimiento de la descalificación. Se siembra una idea fuerte: éstos son unos señoritos que ya comenzaron a hacer de las suyas en 1914 cuando votaron los créditos de guerra. Después, ya todo es coser y cantar. De modo que plantear, desde posiciones de Gobierno o cercanas al partido del Gobierno, que es posible que los sindicatos puedan estar equivocados ha de interpretarse inequívocamente en la dirección marcada por ese guión infalible: se quiere exterminar a la clase obrera.

El mismo discurso vale para otros ámbitos, como la acción humanitaria en Bosnia (cómplice del imperialismo), la libre elección de médico (anticipo de la privatización sanitaria) o el sistema de revisión de las pensiones (que pretende acabar con los viejos).

Este discurso es sordo a la realidad. De nada vale que, por ejemplo, las pensiones se hayan multiplicado en alcance y cuantía durante los últimos 10 años, o que los pacientes estén encantados con que aumente su capacidad de decisión. Para opinar sobre los sindicatos hay, cada vez, que hacer una declaración de principios asegurando que se está a favor de su existencia y fortalecimiento. Quien quiera discutir tiene que fabricar una secuencia agotadora de principios. Y si uno está etiquetado con lo de señorito, ya no puede opinar que, por ejemplo, cabría discutir si los sindicatos tendrían que replantearse su posición respecto a los funcionarios, a los colectivos de grandes empresas o a la distribución territorial de las inversiones públicas.

Si la discusión se plantea en el seno de los propios sindica tos, ¿sólo pueden discutir los afiliados? Los afiliados y los que tengan un impecable currículo del partido del proletariado. Desaparecido éste (quizás sólo por un tiempo), se le adjudica al movimiento sindical (antes era obrero) la virtud objetiva y una extraña dirección unívoca en sus pretensiones, perceptible por los finos analistas, aunque resulte confusa para quienes hablando con sindicalistas descubren matices y posiciones distintas. Este discurso tiene un evidente y voluntario carácter reduccionista que se refleja en distintos ámbitos. De cuando en cuando, alguno de sus fabricantes escribe un artículo en el que se pregunta dónde están los intelectuales, un grupo que tiene, al parecer, la función social de despotricar. Y Pablo Sebastián responde que comiendo con Carmen Romero. La utilidad es evidente: descalificados los comensales de Romero y demonizado el aparato heredero de la guerra del 14, la cohesión y la firmeza se acentuarán entre quienes se han visto bendecidos por la magia de la razón histórica (a pesar de los horrores, que ellos llaman errores).

Por desgracia para ellos, en este país se ha avanzado en el terreno de la democracia y se puede seguir discutiendo en algunos sitios, se sea o no señorito. Por desgracia para todos, se hace complicadísimo discrepar del Gobierno y sus acciones cuando no se pertenece a la mágica congregación. Y si en alguna cosa se está de acuerdo, uno cae en el horror de pensar si se habrá vuelto un señorito, un traidor o un imbécil. Hay que gastar muchas palabras, hay que matizar hasta la náusea las posiciones, y se acaba el espacio en los periódicos.

J. M. Reverte es escritor y periodista.

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