César Severo
César Manrique y Severo Sarduy. Hay dos capítulos en el último libro póstumo de Severo, Pájaros en la playa, editado con una gran delicadeza por Tusquets pocos meses después de la muerte del escritor cubano -ninguna señal en su portada que reclame atención por otros motivos que por el propio nombre del autor-,que parecen homenajes esenciales, poéticos, a César Manrique, fallecido hace un año. Leídos ahora, con la distancia que da la resignación ante estas dos pérdidas, esos capítulos suponen hoy un tributo sensible y hondo al artista de Lanzarote.En Lanzarote, Manrique había construido "una casa, la breve utopía de un arquitecto que consideraba toda la naturaleza como un solo ser vivo, le hablaba a los árboles y conocía sus nombres, y sostenía que había piedras con triángulos perfectos que nadie había trazado, otras que podían crecer y, si la noche era lunada y calma, hasta sofiar". En ningún momento Severo nombra a César ni a Lanzarote, de modo que la presunción de que el arquitecto es el protagonista de sus palabras tiene que soldarse con la evidencia de que todo esto pudo haber sido hecho o soñado por cualquier otro habitante del rumor de la tierra, pero lo hizo sobre todo Manrique en su tierra. Severo visitó Lanzarote, con aquellos ojos curiosos e impenitentes con los que veía monumentos y gentío, desde el río Ganges hasta el bulevar Pasteur, donde vivía. E n la casa de César comprobó los resultados del sueño del escultor que "decidió vivir bajo los arrecifes, escuchando por el día el rumor de la marea y, por la noche, hundido en sus estratos, el casi imperceptible de la Tierra que gira, o el del origen, el eco de la explosión inicial". Telúricos, sensuales ambos, risueños habitantes de un planeta ceñudo, César y Severo fueron amigos, admiradores mutuos de una fuerza equilibrada y tremenda, como la de los grandes creadores. Coherente con su espíritu y con su pasión por la naturaleza, "aprovechando un jameo, como llamaban en la región al cráter de un volcán apagado, él (el arquitecto) construyó, excavadas en el mineral mismo, tres salas superpuestas y circulares, que agrandaban sus radios hacia lo alto, como una torre vaciada en el granito; también, con iguales proporciones, una escalera de caracol". Era una casa de fantasía, golpeada sobre el mundo con el cincel de un sueño que César tuvo muy de nino, mientras corría por las playas desnudas de Famara. Dentro y fuera de aquel palacio diáfano vivió comiendo higos e indignándose con el mundo en general: contra las basuras, contra el oprobio que recibe la Tierra, contra los que administran cicateramente el porvenir de todos. Un día dejó la casa para irse al centro más fresco de la isla, Haría, pero en aquella mítica construcción en medio de la lava seguía corriendo para dejar lista una fundación que le prolongara en el tiempo. Le oí hablar de muchas cosas, pero jamás de que la vida tiene que acabarse. Era como un niño (ese niño que me dijo el otro día: "De eso no se habla, de la muerte no se habla"), un filósofo de la vida, un vitalista cegado por la luz de su propia fuerza, como si enfrente no estuviera el gran enemigo esperándole.
Y vino, el 24 de septiembre de 1992, al filo de una exposición de su obra en la Expo de Sevilla: salía de aquella casa en la lava, unos matojos separaron sus ojos del peligro y el encontronazo terrible con otro automóvil convirtió en nada la vitalidad eufórica, y el hombre que construyó una isla para la historia dejó de existir en rebeldía. La muerte del arquitecto. Así se llama otro capítulo de Pájaros en la playa. Escribe Severo: "Era cierto. Un accidente brutal se había llevado al escultor de la isla, al que vivió en sus entrañas volcánicas y formaba parte de su lava. Ahora reposa el precursor en esa arena negra con que selló su respeto a la naturaleza, en ese suelo rocoso y árido que tanto amó. Ahora lo envuelve y protege el silencio lunar del archipiélago. La brusca noche de las islas pasa ingrávida sobre su jardín de piedra". Esa brusca noche que cayó de pronto sobre César amenazaba a Severo Sarduy con la saña de lo irreversible en el mismo momento en que el escultor regresaba a la Tierra, y él mismo moriría meses más tarde rodeado también de su propia incredulidad ante la evidencia de que la muerte espera en esa esquina veloz del mundo para convertir la ilusión en recuerdo, la vida en la memoria de los otros. No lo dijo a nadie, o lo dijo a muy pocos: no era posible, no podía desembocar aquella hermosa visión del mundo, la risa, la canción y la literatura, en el territorio voraz de la nada. No podía morirse, no podrían morirlo. Pocos supieron de la raíz de su enfermedad y a todos nos mantuvo en la ficción de que se apartaba del mundo, con esporádicos regresos, simplemente porque había que resguardarse del desgaste cotidiano, del compromiso banal, de la frontera entre la escritura y el silencio. Esa naturaleza encontró en la de Manrique la parte interior de una hermandad telúrica, es en e si en aquellos social, poética, que momentos postreros para ambos coincidió en la escritura de Severo fue justamente porque incluso aquel encontronazo absurdo -como el de Camus, en la parte culminante de la vida simbolizaba también para el escritor cubano la evidencia de que de una u otra forma ese enemigo terrible camina sin avisar, y cuando avisa es aún más cruel.
La desaparición lo iguala todo y permite la presencia paulatina del olvido. César Manrique construyó desde la nada y desde el fuego el nombre y la metáfora de una isla, y Severo Sarduy se fue dejando la risa en los huesos de los libros, la poesía sobre la hojarasca en la que se basa la literatura. En el caso de Severo está el ojo del lector futuro que sepa revolver en su obra proteica, musical, para encontrar la figura de agua de un escritor consciente del poder de la palabra. En el de César, unido en esta evocación por la misteriosa asociación de ideas que siempre reside en los libros, es la herencia de la rabia con que defendió a su tierra, a la Tierra y a los sueños de permanecer, la que ha de mantenerse intacta, vigilante ante los peligros de destrucción del patrimonio que él instituyó en Lanzarote.
Isleños ambos, César se hizo en una playa, como Severo. Hoy sus ausencias convierten esta vida en una arena aún más vacía.
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