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Pensar el noventa y ocho

Adviértase el título: pensar, no repensar. Por extraño que parezca mi opinar ahora, yo creo que el noventa y ocho -lo que eso es en español desde aquella fecha trascendente y eterna ya; lo que significa para los españoles de entonces en delante; lo que supone para España, para su ser y para su historia, desde hace muy poco menos de un siglo y va a seguir suponiendo a lo largo de lo que los hechos decisivos definen en la vida de los pueblos-..., todo eso y su compleja circunstancia no ha sido pensado, considerado, estudiado, analizado, criticado ni digerido con la importancia y el detenimiento serio que la cuestión merece y que exige a España y a los españoles. El noventa y ocho, así, no ha sido pensado. Es obligado, por tanto, pensarlo: darse con interés y convicción a su pensar y, mediante el pensamiento especial, conocerlo.

Se detectan ya en lo precedente dos graves cuestiones que encierran exigencia de aclaración y se mueven por exponerla: ¿por qué no se ha pensado el noventa y ocho?; ¿por qué pensarlo precisamente ahora? Aunque sea fuerte decirlo así, el noventa y ocho no se ha pensado en España porque no se ha sabido cómo pensarlo, y no se ha sabido porque en España no se ha comprendido el noventa y ocho... Claro es que sobre el noventa y ocho se ha escrito bastante en España, tanto a raíz del desastre como algo después de él; pero eso escrito no puede pasar por pensamiento genuino, ya que no es sino puro subjetivismo partidista con reconvenciones mutuas y recíprocas entre los sectores nacionales más hondamente implicados en la cuestión.

Destacan entre éstos la política -los políticos, mejor-; la prensa, o sociedad amplia ostentadora de la equívoca pública opinión; la Marina de guerra; el Ejército; la misma Iglesia tal vez... Se ha escrito bastante, pero se pensó poco entonces y se ha pensado poco también después, con el agravante de que lo dicho y lo escrito con posterioridad a la guerra de Cuba no ha venido a ser nada nuevo respecto a lo registrado a raíz del noventa y ocho, por ser reiteraciones a modo de variaciones sobre el mismo tema: aquel de "tú tienes la culpa" o "tú has sido el culpable de todo, por haber hecho esto o por no haber hecho lo otro", dirigido a quien no es uno mismo... Además, desde el mismo noventa y ocho hasta ahora no se ha desempolvado nada. La documentación aportada, imprescindible para comprender racionalmente lo histórico, fue escasa y muy partidista al principio; después no se dijo nada nuevo. Todo fueron vueltas sobre lo mismo... En cuanto a por qué pensarlo ahora, va a darse pronto la razón del centenario. Puede tomarse como pretexto para hacer algo -eso del pensar- que debiera estar ya hecho.

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Mas se vislumbra otra faceta del caso que pudiera explicar la ausencia del pensar del noventa y ocho en su momento. Es ella la del desánimo. El desánimo trajo la indiferencia. La indiferencia produjo el abandono. Dijo Silvela poco después de la rendición que España se había quedado sin pulso, estaba muerta; por lo menos tenía muerta el alma; estaba desalmada... Se ha hablado desde entonces mucho de la recuperación de ese pulso, en especial del latir intelectual -la ya algo cargante Generación del 98-, pero, aparte de que en el fondo no fue para tanto la cosa, sólo se debió de recuperar un tanto en eso. Ni en política, ni en lo internacional, ni en economía, ni en vigor social, ni en ser españoles, ni en Marina, ni en Ejército, ni en ¡qué sé yo! se regeneró debidamente lo degenerado. Ahí está la historia.

El siglo XX español, en mucho, en casi todo, tiene origen causal en la guerra de Cuba, origen del que brotaron las posibles causas de la inhibición española en la guerra del 14, neutralidad artificial y contraproducente a la larga; de la dictadura del 23, como efecto de una política inadecuada para la enfermedad de España adquirida en el 98; de la venida de la República, porque la Monarquía no respondía por sí misma a la exigencia de curación que pedían los males españoles del siglo XIX, exasperados con lo del noventa y ocho; de la guerra del 36 tal vez, aunque en ésta pudo haber mucho del eterno mesianismo de quienes no podían estar sin hacer lo que hicieron en el siglo anterior y que vino en parte porque lo que había no se curaba; hasta los acuerdos del 53 con Estados Unidos, el agresor indiscutible del 98, parecen tener un origen, leve si se quiere, en la guerra de Cuba, tras la que España pareció dar muy pronto señales de haber quedado afectada por el síndrome de Estocolmo.

Pues bien: todo eso, que es bastante, está pendiente de ser pensado. Lo que pasó en la arena política española -no ya en el propio 98 tras el grito del Baire, sino desde la paz de Zanjón- no se ha estudiado bien todavía. Lo que se ha dicho hasta ahora constituye una crítica directa a los políticos -enfocada a los del partido en el poder: Cánovas la mayor parte del tiempo- por su negligencia en la política de ultramar, referida a Cuba principalmente, aunque más que por eso se intuye que la crítica acusaba de desprecio y de olvido de lo cubano para fomentar el partidismo peninsular, que se basaba más en el politiqueo del Congreso de Madrid que en el pensamiento objetivo dado a la política colonial. Ejemplo tipo de eso puede ser la cuestión de la autonomía a Cuba. Todo eso es lo que salió a superficie, pero en el hondón del problema deben de palpitar todavía razones y porqués que aún no se conocen, ya que a nadie se le ha ocurrido estudiarlo, por más que puede haber ocurrido que sí haya pretendido alguien eso, pero que no haya podido por falta de facilidades naturales de otros.

Lo que pasó en el Ejército nos ha quedado, asimismo, en un hierático y escasamente informativo cliché. Sobre todo, lo que pasara en Madrid. Lo de Cuba se ha contado bastante, aunque siempre dibujado con los mismos trazos. Lo de Weyler, Blanco, etcétera, suena ya a música repetida. Lo que en Madrid se discutiera anda aún en el olvido. Los efectivos en la isla de Cuba eran numerosos, pero resultaron ineficaces. La realidad es que las previsiones, al parecer, brillaron por su ausencia. Las previsiones son efecto de los planes, y los planes deben de andar, caso de que los hubiera, por algún archivo sin que nadie los haya visto o haya querido verlos desde entonces... Semejante panorama ofrece lo que pasara en la Marina. En los archivos debe de haber, ignorado y sin estudiar -sin pensar, desde luego-, mucho de importancia... Y también está sin pensar lo sociológica, el respirar de la sociedad española -lo que se entiende por el pueblo español-, que también, se quiera o no, participó en aquello -y no solamente a la expectativa- o hubo de participar, pues se trataba de una guerra. Cabe preguntarse si lo hizo o no; y si no lo hizo, convendría saber por qué: si porque no quiso o porque la política no supo implicarla debidamente. Porque en la tan cacareada torpeza informativa y divulgadora de la prensa de entonces pudo haber mucho de abusar de lugares comunes sin el natural estudio previo y también sin el conveniente pensar... Y más cosas, acaso, que rondan en tomo a lo anterior. Cosas que salieron a superficie en el 98 mismo y que siguen todavía en libros y documentos como si llevaran el dogma en sí.

Mirando a la historia cabe pensar que lo del 98 fue tomado en España como un contratiempo. El sentido que se le diera a ese contratiempo fue el de que la cuestión no obligaba más que a salvar el honor de España. La sospecha del fin era la derrota, pero ésta no sería baldón insoportable si el famoso honor se salvaba. Eso es el origen del desánimo de antes. Porque todo eso, actuar así, desanimadamente, era mucho más fácil que investigar cómo y por qué lo produjeron sus causas... Por otro lado, eso del honor, de salvarlo, de conservarlo limpio, es un recurso muy español también desde el origen de Asturias, de Castilla, de Aragón, recurso que creció en cuanto valor equívoco cuando se inició la decadencia. "Si se salva el honor", parecía decir el español del 98, "todo queda a salvo e impoluto". Sí; pero ¿quién o qué es lo que da razón suficiente de que el honor está a salvo? ¿Se salvó el honor, ese honor, en el noventa y ocho? ¿Quedó en cambio malparado? Todo depende, como siempre, del punto de vista que se adopte para enjuiciar la cuestión, o de la mayor o menor carga de subjetivismo que se dé al pensar y al argumentar. Lo que sí parece clara realidad es que el español, el pueblo, la España del 98, parecieron quedarse tranquilos ante sí mismos admitiendo cómodamente que el honor se había salvado pese a haberse perdido tanto, entre ello, entre ese tanto, Cuba, Puerto Rico, Filipinas y -añadiría yo ahora, sin que me oiga nadie- dignidad en la propia historia.

Tal vez fuera inevitable el noventa y ocho, eso que está todavía por pensar. Pero, aun siendo históricamente inevitable, pudo ser afrontado de mejor manera, y así, de esa mejor manera -que está por estudiar... y por pensar- hubo de haberse hecho. ¿Por qué no se hizo? Decir que porque no se supo resultaría demasiado violento y despiadado. Tal vez la respuesta se avenga mejor con un "porque no se quiso", y mejor avenencia habría si la causa de ese no querer se identificara con la desidia española, crecida en el siglo XIX, consistente en un escéptico "¿para qué"? que salía a la luz de lo español siempre que las circunstancias nacionales, históricas por tanto, instaban al español obligándole a hacer algo.

Pero, a pesar de todo, hay que pensar el noventa y ocho. Para ello es forzoso excitar y fomentar la convicción de que ese pensar es conveniente porque puede provocar y producir consecuencias útiles para lo español. La convicción ha de hacerse brotar y surgir del ánimo del pueblo español -¡admirable y encantadora irrealidad!-, por lo que tal vez sean los intelectuales y los historiadores del momento quienes deban encargarse de excitar las fibras de ese ánimo una vez que ellos mismos se hayan convencido de la conveniencia, de la utilidad, de la necesidad al fin, de pensar el noventa y ocho.

¿Será vana ilusión, por anacronismo o ucronía, empezar a pensar desde ahora el noventa y ocho, a cinco años de su centenario? No; pensar la historia trascendente y decisiva no es nada de eso. Pensar la historia es acaso la única forma natural de hallar, de descubrir mejor, la razón histórica, la justificación racional de lo hecho, que ayuda racionalmente a hacer el presente, y con ello, a preformar el futuro. Desde hace siglos anda aparentemente España por la historia sin razón, sin su razón. ¿Por qué no intentar estudiar el noventa y ocho -pensarlo- para dar en razón histórica que justifique el andar de España en el siglo que alborea?

es almirante de la Armada española.

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