Alegrías
Antes que nada quiero tranquilizarles: mis tetas no saldrán en EL PAÍS. No estamos por la labor, ni ellas ni esta prenda. Dicho lo cual -que no dudo constituirá motivo de alivio tanto para ustedes como para mí-, paso a referirme a otra clase de alegrías. Las alegrías con poso amargo que nos depara la historia, después de haberlas ansiado desesperadamente, después de haberlas deseado rabiosamente enteras, redondas y completas.Los gozos de hoy nos llegan deshilachados, usados, maltratados por la sospecha; envenenados por las perversas intenciones. Son concesiones a medias, triunfos ensangrentados. Lo comprendí en Santiago de Chile, cuando hubo que celebrar por la caída de Pinochet y lamentar por su permanencia al frente del Ejército. Veinte años después del golpe militar que acabó con Allende y la libertad, y a pocos días de distancia del aniversario, con el tirano aún vivo y amenazante, recibo otra de esas emociones tipo ducha escocesa: fuego en el corazón y frío en la médula por el acto del martes en la Casa Blanca.
Que Arafat -no por él, por su pueblo- apareciera allí con su discurso en árabe, su tocado simbólico, como un líder respetado; que arrancara, aunque a regañadientes, el saludo de un Rabin que en su discurso había escupido una violencia -y, de paso, falsedades e inexactitudesque, en labios de Arafat, le habría valido la expulsión; que de terroristas los guerrilleros de la OLP hayan pasado a ser simplemente palestinos, todo eso me conmovió. Y pensé en mis amigos de allá: del sur de Líbano, de Jordania, de Jerusalén. Llamé a Jaled, que vive cerca del Monte de los Olivos, y también estaba llorando.
Su hijo Nizar armaba jarana como música de fondo, y recordé a los niños a quienes el Ejercito quebró los huesos o, simplemente, abatió a tiros. Esta paz posible, esta alegría a medias, es cosa muy suya. Aunque no salgan en los discursos.
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