Disolverse o morir
GUATEMALA VIVE una situación cuyas consecuencias pueden ser trascendentales para su futuro inmediato. El presidente Ramiro de León -un defensor de los derechos humanos que hace pocos meses accedió a la primera magistratura cuando su predecesor, Jorge Serrano, tuvo que abandonar el cargo tras un autogolpe- pretende acabar de una vez con todos los escándalos del país. Cuando en junio pasado accedió a la presidencia, contaba con el apoyo masivo de una población harta, pero también con la atenta vigilancia de un Ejército acostumbrado a que sus privilegios sean intocables. Sus primeros gestos fueron de contemporización hacia los estamentos más conservadores de las Fuerzas Armadas: dio la sensación de que era uno más de sus rehenes. Extrayendo, además, de la experiencia de su predecesor las consecuencias que le parecían evidentes, prefirió no tocar de momento a la clase política o imponer recortes a sus privilegios. A lo largo del verano, sin embargo, el apoyo popular de que disfrutaba al principio fue disminuyendo. Ello le indujo a combatir a una parte del poder civil implicada en el pasado, una iniciativa que es popular y con la que no arriesga ofender a los militares.Pero el tema no es fácil de llevar a la práctica. Justo antes de perder su cargo, Jorge Serrano había intentado hacer lo mismo: depurar la clase política disolviendo el Parlamento y la Corte Suprema. No lo consiguió y sus enemigos le devolvieron -y con claro éxito- las acusaciones de corrupción. Por este motivo, Ramiro de León ha intentado otra estrategia: que sean el Congreso y la Corte Suprema los que accedan a autodepurarse y que sus integrantes dimitan de sus cargos, abriendo de esta manera el camino de una nueva elección general. Así, ha preferido pedir a los diputados que hagan frente a sus responsabilidades, porque sabe que una simple disolución de la Cámara es demasiado arriesgada.
Pero no ha contado con la resistencia de grandes sectores de la clase política acostumbrados a vivir de prebendas y corruptelas. De este modo, en los últimos días se han producido asombrosas escenas de intercambio de golpes entre diputados y de violencia verbal entre el presidente de la Cámara y un sustituto suyo elegido mientras aquél estaba voluntariamente ausente. Y la población, aunque acostumbrada a un espectáculo político del que está profundamente divorciada, padece estas alternativas con una creciente irritación.
La situación se complica aún más porque Guatemala es un país en guerra. La Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (UNRG), que agrupa a las unidades guerrilleras con las que el Ejército protagoniza sangrientos episodios desde hace años, pidió el miércoles la depuración completa de la corrupción nacional. Es decir, no sólo de los estamentos civiles -Asamblea y Corte Suprema-, sino del Ejército, que es sin duda la fuente más directa de la corrupción, venalidad y muerte que tienen desgarrado al país desde hace décadas. A estas demandas han contestado las Fuerzas Armadas por medio del ministro de Defensa, general Mario René Enríquez, con una solicitud al presidente De León para que autorice acciones militares contra la guerrilla.
En Guatemala, la democracia se mueve entre márgenes muy estrechos, y las libertades han estado en entredicho desde que en 1954 el presidente coronel Arbenz fuera derrocado por la extrema derecha con ayuda de Estados Unidos. Hoy, casi 40 años después, el camino de la pacificación sigue siendo el de la exploración de las alternativas civiles: la limpieza de la vida pública -mediante iniciativas como la autodisolución del Parlamento y la voluntaria limitación de privilegios y corruptelas- y la continuación de las negociaciones entre la URNG, el Ejército y el Gobierno. Los guatemaltecos ya han sufrido demasiado.
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