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El 'Estado de transgresión'

Nuestra cultura jurídica es profundamente idealista. Descansa sobre la hipótesis general de que las ideas razonables sobre el funcionamiento de la sociedad, transferidas a normas, son capaces de determinar las conductas de la gente. Ésa es también, en sí misma, una idea razonable que puede incluso ser aceptada siempre que exprese un mero propósito, pero no como axioma.Al mismo tiempo, y con obvia relación a lo anterior, nuestra cultura jurídica ha divinizado el valor de la seguridad, en una doble acepción: seguridad en la naturaleza unívoca de las normas (las leyes deben ser seguras, ciertas, precisas, restringiendo el azar, que en el ámbito de los comportamientos humanos se llama arbitrio) y seguridad en el resultado individual y social de su aplicación (una sociedad segura y sin riesgos).Consecuencia de la conjunción de esos dos tropismos culturales es el Estado de derecho en su fase hipertrófica: todo está regulado para que no existan márgenes para la inseguridad, y se supone que esa universal regulación comporta un sometimiento efectivo de las conductas a las normasPero las cosas tienen una indeseable propensión a convertirse en su contrario, sobre todo cuando crecen por encima de su tamaño propio, y el tamaño propio del derecho no puede ser sino el de la capacidad para asumirlo del sujeto humano. El Estado de derecho en su fase hipertrófica resulta ser profundamente inhumano si tenemos en cuenta que:

a) El individuo no puede conocer el conjunto de normas que le afectan, ni los infinitos avatares de su aplicación. La publicidad formal de las normas implica su sublime idealismo que reconoce su propia falsedad.

b) Ni un individuo ni un agente colectivo (verbigracia, una empresa) pueden abarcar siquiera el segmento normativo que directamente les afecta. Abarcar significa, más allá del simple conocimiento, disponer de la concreta y precisa comprensión que proporcione seguridad a su conducta, si aspira a ajustarla a las normas.

c) A fuer de infinita distinción de las situaciones normadas, las normas no son ya inteligibles. A fuer de pretender ser unívocas ajustándolas a la infinita variedad y movilidad de las situaciones (casuística), se vuelven equívocas.

En suma, el sujeto humano en un Estado de derecho en su fase hipertrófica no puede conocer, ni abarcar, ni entender, el sistema de normas que le afecta. Es el sistema, en cambio (legisladores, reglamentistas, ordenancistas, jueces, inspectores, administradores), el que aspira a conocerle, abarcarle y entenderle.

A la hipertrofia (exceso de normas por encima de la capacidad consuntiva) se añade el abigarramiento (complejidad asistemática). Desde las ordenanzas municipales a los reglamentos de la CE hay un escalonamiento de normas de todo tipo (municipales, provinciales, autonómicas, estatales, comunitarias) con frecuencia afectantes a las mismas materias, nunca suficientemente deslindadas. Ese magma normativo se complejiza aún más a la hora de su aplicación, en las distintas instancias administrativas y jurisdiccionales. El resultado puede resumirse así: salvo en situaciones muy netas, el desenlace de la aplicación de las normas resulta dificílmente predecible. De esta suerte, en la búsqueda de un óptimo de seguridad, el Estado de derecho en su fase hipertrófica y abigarrada se resuelve en un pésimo de inseguridad.

Como consecuencia, individuos y agentes colectivos se van acostumbrando a organizar su vida, si no al margen, sí a una prudencial distancia de las normas, cuidando de evitar sólo aquellas transgresiones más netas en campos en que el dispositivo coactivo o represor es particularmente eficaz.

Hans Magnus Enzensberger escribió hace tiempo, en una divertidísima parábola a propósito de la ingobernabilidad, que el código de circulación era efectivo en la medida en que era transgredido, o, de otra forma, que el respeto escrupuloso a todas las normas circulatorias paralizaría la circulación misma.

Esa observación puede hoy ser predicada, globalmente, respecto del Estado de derecho en su fase hipertrófica y abigarrada, y prácticamente en cualquiera de los campos específicamente concernidos.Así, en el mundo de la empresa puede afirmarse, que sin transgresión no habría beneficio (sin el que a su vez no hay empresa). Esta aseveración es verificable, y puede hacerse tal verificación a través de un muestreo aleatorio y el trabajo de campo consiguiente. Haciendo la simulación del funcionamiento de una concreta empresa, elegida al azar, con respeto estricto, preciso y sistemático de las normas laborales, de seguridad, técnicas, de higiene, urbanísticas, medioambientales, administrativas, fiscales, mercantiles, de competencia, por citar sólo algunas categorías, la empresa en cuestión entraría en pérdidas. Hay sin duda empresas o sectores ya estrictamente controlados que escapan a esta generalización, pero con certeza la cuenta de resultados consolidada de todas las empresas del país daría pérdidas en la hipótesis considerada. El beneficio descansa en la transgresión.

En general esto es así en cualquier ámbito de la vida social. Las llamadas huelgas de celo, que consisten simplemente en ajustar el trabajo al respeto estricto a las normas que lo regulan, pueden paralizar sectores enteros de la producción. Con los individuos ocurre cosa parecida: su bienestar (el que les proporciona el llamado Estado de bienestar) depende de un respeto francamente limitado a las normas.

El Estado de derecho en su fase hipertrófica y abigarrada es, pues, el Estado de transgresión, y admitirlo así es el primer paso para pensar qué hacer.

Para un liberal clásico tal estado de cosas no ha de resultar especialmente preocupante. Antes bien, la reconstrucción de una suerte de estado de naturaleza en el interior del estómago normativo de Leviatán no deja de añadir a la utilidad que esa situación proporciona a sus intereses el ludismo de la paradoja.

Para un liberal de cultura estatista la situación descrita ya es más grave. Se debilita severamente la moral cívica, basada en la aceptación y cumplimiento (o incumplimiento con seguridad de sanción) de las normas, se generaliza un estado de inseguridad real, resultan discriminados los que cumplen respecto de los que incumplen (en mengua del principio de igualdad) y, en fin, la autoridad de la Autoridad (que se supone emana de la voluntad de la mayoría) va adquiriendo un sospechoso contenido simbólico: a fuer de mandar en todo, no manda en casi nada.

Hay otras secuelas más desdichadas, aunque en verdad sólo para algunos. El sistema de transgresión elige aleatoriamente algunos destinatarios de su natural y nunca del todo domeñado instinto de cumplimiento y los victimiza. De cuando en cuando un ciudadano, empresa o institución de cualquier tipo es señalada por el dedo del Leviatán jurídico en crisis, que satisface en él, ante los ojos complacidos de la sociedad, su frustrado afán de cumplimiento. Se ciernen entonces sobre la víctima, para luego caer sobre ella, las infinitas normas penales, fiscales, laborales, urbanísticas, medioambientales y administrativas que los mismos que festejan y corean el sacrificio incumplen cada día. Se trata de una ceremonia clásica, que hunde sus raíces en la noche de los tiempos.

La devolución al Estado de derecho de los valores y utilidad que lo justifican exige un replanteamiento que, más allá aún de filosófico (nivel de los principios), debe ser cultural (nivel de los presupuestos de análisis).

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El 'Estado de transgresión'

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Estado de derecho en su fase hipertrófica y abigarrada es una criatura que constituye la expresión final y monstruosa de una determinada cultura del derecho y del Estado, basada en el idealismo y en la asignación de un abusivo contenido y valor al concepto de seguridad.

La cultura reactiva a tal estado de cosas debería basarse en la idea de aligeramiento. El Estado de derecho debe ser severamente aligerado, debe perder peso, porque aplasta a algunos ciudadanos y es, por la víade la inevitable (y casi benévola, en tanto evita el colapso) transgresión, demasiado ligero para otros muchos. No es éste un problema que se resuelva con formas jurídicas, sino que la situación requiere la aparición de una nueva matriz cultural de la que emane una práctica sistemática de simplificación y supresión de normas, clarificación de competencias, agilización de procedimientos y exigencia de la efectividad y cumplimiento de las que estén en vigor.

Disminución del peso normativo, generalización de su exigencia, punidad real de la infracción, como síntesis de una cultura jurídica del aligeramiento, deberían ser conceptos asumidos por la tradición de lo que todavía llamamos progresismo. Hay un nivel óptimo de normatividad: aquel que permite su conocimiento, cumplimiento y exigencia. Ese nivel, que llamaremos nivel freático del derecho, debe ser el que opere como referencia permanente del Estado democrático.

Justiniano, que ciertamente no fue su inventor, exhibe en la Divina comedia, como primer mérito de su presencia en el paraíso, el siguiente: "Quité a las leyes lo sobrante y vano". Quienes no se sientan estimulados por ganar el cielo (siquiera sea el de Dante) bien pueden aspirar a la dicha de cambiar un sistema normativo que hoy es purgatorio para algunos y limbo para los más.Pedro de Silva es abogado y escritor.

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