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El polaco Kieslowski logra en 'Azul' dar el color europeo a la 'Mostra' de carácter americano

La exuberante rockera Tina Turner presenta una película sobre el lado duro de su vida

ENVIADO ESPECIAL Por fin llegó la ocasión de poder abrir una crónica del cincuentenario del más europeo de los festivales de cine con el título de una película de este lado de Occidente. Hay que agradecérselo al polaco Krysztof Kieslowski, célebre místico, geómetra y moralista de la imagen, que con el reconfortante pesimismo de su Decálogo echó hace unos años un jarro de agua fría sobre la euforia del mito de la nueva Europa y que vuelve ahora sobre esta obsesión y profundiza en Azul con el bisturí de su cámara en los complejos mecanismos mentales y del comportamiento que acompañan al dolor humano. Y del dolor trata también What's love got to do whit it, autobiografía de la popular rockera Tina Turner, que lo pasó muy mal en una época crucial de su vida y que se sirve de aquel desgarro, para hacer un ejercicio de autobombo.

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Un director ante a la abstracción y la libertad

Después del paréntesis de La doble vida de Verónica, que es un filme que se cierra en sí mismo, Kieslowski retorna a su gusto por las series y nos propone ahora la primera entrega de una compuesta por tres largometrajes -Azul, Blanco y Rojo, los colores de la bandera francesa- en los que se propone indagar en el lado oscuro de la vida europea contemporánea: la búsqueda del rastro, de las cuestiones permanentes de la existencia en los escaparates de la sociedad de lo efímero en que vivimos. Otro ejercicio, como se ve, de aguafiestas, tarea de zascandil que le va y le gusta a este polaco, esteta y fustigador, un tipo raro al que le atrae merodear en los vertederos de la opulencia y escarbar en la miseria de fondo sobre la que han sido construidos.Cristiano profundo, Kieslowski, es por ello profundamente ateo, y de la contradictoria desesperanza que destila ésta su dramática ecuación mística y moral, extrae la poderosa singularidad de su estilo lineal, austero y despojado: el estilo de un geómetra del espíritu, un hiperracionalista que se zambulle, regla de cálculo en una mano y tiralíneas en la otra, en los residuos irracionales e informes que el loco azar que gobierna el fracaso y el sufrimiento deja en los comportamientos y en las oscuridades interiores de quienes sobreviven, a su pesar, a los desastres íntimos.

Desesperada supervivencia

Es Azul la representación exacta como un reloj, precisa, escueta y rectilínea, de una de esas desesperadas supervivencias, en este caso la que padece una mujer joven -Juliette Binoche, que hace otra vez maravillas de intensidad y de misterio con la quietud de su bella máscara- que pierde en un salvaje instante de violencia y de muerte a su marido y a su pequeña hija y que se ve ante la necesidad de echar a andar en el camino intransitable de lo que le resta de vida.

Es Azul esencia de una exploración en la silenciosa batalla campal que hay en la moral de la supervivencia, en el ejercicio de vivir dentro de la envoltura mental de la presencia viva de la muerte. Sabe mucho de esto Kieslowski y es un hombre de sabiduría generosa, pues logra transmitirla. De ahí la bella paradoja: convierte un relato hermético en una obra porosa, y nos devuelve con elegancia la turbadora idea del sufrimiento -del dolor cuando traspasa los límites nebulosos de lo intolerable- considerado como forma de conquista de la libertad y por consiguiente de la inteligencia y la serenidad, únicos sucedáneos convincentes de la felicidad que les queda a los infortunados pobladores del mundo de Kieslowski, donde la esperanza procede del mismísimo centro geométrico de la desesperación.

"Hace frío en estas latitudes de la experiencia de la vida", dice el lacónico cineasta polaco. Pero su película, sin embargo, es cálida, un asunto gélido pero templado por la mirada de un cineasta cuya superioridad sobre sus colegas es la de quien afronta la dificultad de afirmar y renuncia a las facilidades de decir no. Como en las grandes tragedias clásicas, y Azul está formalmente concebida así, todos los personajes oficiantes son, desde la negatividad, afirmaciones; dolorosas pero afirmaciones. De ahí que el pesimismo de Kieslowski genere optimismo.

No es el caso de la película autobiográfica de Tina Turner, interpretada por Angela Basset en el papel de la cantante, que instrumentaliza de manera bastante impúdica su experiencia personal del dolor, que fue, sin duda, muy intensa para hacer un arreglo de cuentas -ya que estamos en Italia una vendetta- contra quienes ella, que evidentemente es una víctima, decide que son sus verdugos. Esto trivializa a una película que no tiene más interés que el que arrastra por sí sola la enérgica identidad de esta cantante superviviente de sí misma. Su persona es muy superior a su película. Ésta, en las antípodas de Azul de Kieslowski, carece de ejemplaridad y por consiguiente de universalidad: es sólo el relato de un caso y, en cierta manera, de un caso clínico, esa forma de menor -poéticamente opaca- de excepcionalidad que es lo patológico.

Y el rosario de películas europeas innombradas por insignificantes, que llenan la programación de la Mostra veneciana, se abastecen de insignificancia precisamente por eso mismo, porque acuden a las facilidades de la excepción patológica, al caso clínico, y son incapaces de extraer de él signos poéticos de alcance universal, lo que es un desazonador ejercicio de impotencia.

La cuadrilla de sonados, locos, subnormales, imbéciles, perturbados, locos de atar, matarifes y otras cristalizaciones de la carne de cárcel, de hospital y de manicomio que nos llegan a las pantallas de la Mostra desde los cuatro rincones de Europa, es alarmante. Nuestros cineastas, incapaces de representar la gloriosa dificultad de la norma -como hace Kieslowski y de ahí su altura- acuden a la rareza, a la busca rebuscada de los casos perdidos, de los miembros de honor de las rutinas, del catálogo de lo incatalogable, cuando lo único que importa es lo que le ocurre a la gente común.

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