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54ª QUINCENA MUSICAL

La insuperable Mirella Freni

La Quincena Musical, con el patrocinio de Iberdrola, ascendió a otra de sus cimas. En el Victoria Eugenia, cantó Mirella Freni: cantó, encantó y emocionó con su arte prodigioso, su voz densa y fuertemente coloreada, su línea amorosa y su dicción más que perfecta porque trasciende el texto de la palabra y los sonidos.Desde su Ritorna vincitor, hasta su Escena de la carta, de Eugène Onegin, la legendaria soprano de Módena nos obligó a seguir, desde la consciencia del análisis y el misterio de la afectividad, un curso de maravillas. Sin ellas, por mucho que teoricemos, perdería parte de su sentido un genero como la ópera, cuya alma y razón de ser no es la escena, sino la voz y la inteligencia que la mueve. El hecho de que existan aves cantoras que no saben bien por qué y para qué lanzan al aire su trinar de notas y vanidades, no resta protagonismo decisivo a la voz, a la expresión del continuo cantabile y, desde él, a las vivencias de tal o cual personaje en el que, con mejor o peor texto, se concentran pasiones tan viejas como la humanidad.

Voz e inteligencia

Así, la inquieta ternura de Manon, vista por Puccini y cantada por Freni; así la desolada intimidad de Mimí en el Addio senza rancor, el verismo terminal de Cilea en Adriana Lecoubreur o la interesante combinación de voz y orquesta en Eugèdne Onegin, de Chaikovski.El hacer de Freni estuvo envuelto en el buen trabajo general de la orquesta de Euskadi llevada por Romano Gandolfi, tantos años en la Scala milanesa y en el Liceo barcelonés. Es maestro conocedor profundo del género y huye de la rutina. Hace música operística con sosiego y establece las dinámicas y las respiraciones a partir de conceptos vocales: como debe ser.

Mirella Freni pudo cantar con comodidad a pesar de que en ella no existe detalle secundario, sino minuciosa penetración en el espíritu de cuanto interpreta a través de su letra verbal y sonora. Busca la música, como quería Debussy, en las notas y entre las notas, y hasta en la sucesión problemática de números aislados, separados por oberturas e intermedios, propia de estos conciertos operísticos, instala el mundo de la dramaturgia en sus más bellas verdades esenciales. Su arte es fresco, sorprendentemente juvenil y de superior magisterio.

Describir la hoguera en que se convirtió el teatro Victoria Eugenia la noche del sábado se toma imposible tarea. Lo impide la eterna dificultad del ejercicio crítico: hablar en términos de un lenguaje sobre otro que los posee propios, sugestivos, misteriosos y sin semántica. Pero cuando un colectivo arde hasta la exaltación, la chispa provocadora es algo importante y cargado de significaciones. Aplausos, gritos individuales y coreados, insistente petición de propinas -satisfecha por dos veces con nuevos fragmentos puccinianos- se prolongaron durante muchos minutos.

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