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Entrevista:

Federico Fellini / y 3

Los fascistas

-Yo fui exactamente lo contrario de lo que quería mi padre: fui periodista.Al recordar sus comienzos en la prensa romana, Federico sonríe con nostalgia. Después, de pronto, su rostro se oscurece:

-Mi primer encuentro con los fascistas tuvo lugar cuando yo trabajaba en la redacción de Marc'Aurelio. Con ocasión del décimo aniversario de su fundación recibimos la visita oficial de Ettore Mutti, el secretario general del Partido Fascista. Era un hombre muy guapo, de unos treinta años, alto, esbelto, el rostro curtido por el sol y los deportes al aire libre, con el uniforme negro impecablemente planchado, las botas relucientes, las espuelas tintineantes. Llevaba una cantidad impresionante de cruces y de medallas en el ancho pecho de condottiere. Era la clase de personaje . que yo nunca pude imitar. Uno de esos tipos, ya sabes, que ligan a las chicas en la playa. Nos esperaba en la oficina directorial, los puños en las caderas, las piernas separadas, la barbilla en alto, en esa actitud típicamente mussoliniana que por aquel entonces electrizaba a las multitudes. Uno tras otro, los redactores del diario se colocaban ante él en posición de firmes. y anunciaban con voz estentórea no su propio nombre, sino el de su columna. Cuando llegó mi turno -yo iba de paisano, al contrario que mis compañeros, que vestían todos la camisa negra del partido- me cuadré ante Mutti y en un tono casual le dije: "¿Me escuchas?". Mutti pareció sobresaltarse. Pero logró controlarse y contestó: "Sí, te escucho". Entonces, alzando ligeramente la voz, repetí la pregunta: "¿Me escuchas?". Era el título de mi columna. Una vena se hinchó en el cuello del jerarca, que aulló, enfurecido: "¡Sí, te escucho! ¡Ya te lo he dicho!". Y como volví a repetir por tercera vez mi pregunta, Mutti se abalanzó sobre mí con el puño cerrado. A Dios gracias, el director de Marc'Aurelio se interpuso y aclaró, temblando, la situación. Mutti, rojo de ira, me miró a los ojos largamente -otro truco típicamente mussoliniano- y ladró: "Un consejo, jovencito. Hazte cortar el pelo. ¡Con esas melenas pareces una marica!". La época del fascismo elevó la imbecilidad al rango de pensamiento político. Fueron tiempos en que era bueno presumir de ignorante. Una época en la que la cultura era sospechosa, la erudición una debilidad nefasta, la cortesía, la sensibilidad y el buen gusto, simples taras de pederasta... Pero, no creas, Mussolini no era un imbécil, lo que hacía de él un ser tremendamente peligroso. Era, sobre todo, un tramposo de gran clase, que llegó a creer en la realidad de sus propios sueños de grandeza. Sabía prometer y reía y gruñía con talento. Presumía de acostarse con toda clase de mujeres, montaba a caballo, nadaba, corría en moto y se jactaba de padecer varias enfermedades venéreas. No era ni vegetariano, ni sobrio, ni onanista, ni wagneriano, como su célebre colega teutón. Era un italiano bastante típico. La gente, aquí, sintió por él verdadero amor. Y acabaron colgándolo por los pies a un gancho de carnicero, como se cuelga a un amante que nos ha engañado durante años.

"Yo detestaba a Mussolini, sobre todo por haber violado el secreto más íntimo de los italianos. En otras palabras, por habernos violado. Un día, mirándonos sin pestañear, nos dijo: 'Pulcinella, ti faccio imperatore!'. Y nosotros nos lo creímos. Ya conoces el resultado. Además", añade Federico, de repente furioso, "inventó un personaje odioso: el profesor de gimnasia. Toda Italia se puso a hacer ginmasia, y los músculos tuvieron de pronto más importancia que el saber y la cultura. El fascismo fue triste porque hizo que la gente se volviera tonta y malvada. El italiano, por lo general afable, despreocupado y generoso, se volvió venal e inestable. Todas las actividades humanas se vieron afectadas por la violencia del orden nuevo. Hasta el amor. En aquella época se hizo mucho el amor. Pero se hizo mal, con cualquiera, de cualquier manera y en cualquier parte. Perdiendo el respeto a la mujer, el italiano aprendió a despreciarse. Y eso le hizo sentirse terriblemente desgraciado. A modo de consuelo, se vengó haciéndose fascista en el alma. Era una manera de negar los valores eternos que siempre habían sido los nuestros".

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"La prensa sufrió mucho durante el fascismo. Se convirtió en una prensa vacía, hueca, mentirosa. Una mañana, Gaetano Polverelli, ministro de Cultura Popular, decidió que Marc'Aurelio debía dejar de ser un diario satírico para convertirse en un órgano de propaganda política. Además debía de imprimirse en italiano y en alemán, de manera que nuestros aliados germánicos pudieran leerlo. Para conseguir nuestra metamorfosis, Polverelli se dedicó a nosotros en cuerpo y alma. Un día nos pidió publicar en primera página un gran reportaje en el cual se demostraba que Inglaterra estaba gobernada por una pandilla de homosexuales, entre los que se contaban el rey, Eden, Mountbatten, etcétera. Otro día debíamos de explicar al público italiano que Winston Churchill era un esquizofrénico, las mujeres inglesas unas ninfómanas, sus maridos unos alcohólicos y sus retoños unos degenerados. Y así sucesivamente. Marc'Aurelio se convirtió en un inmundo pasquín que nadie leía, y nuestros aliados alemanes, menos que nadie".

"Antes de que todo esto ocurriera, yo sólo tenía una ambición: convertirme en un gran reportero. Luego, claro, sería un importante novelista y, por qué no, un poeta conocido en el mundo entero. Fue entonces cuando un editor de Florencia, Nerbini, me propuso escribir los textos que salían en forma de nube de la boca de Flash Gordon, el héroe americano de los célebres fumetti que hacían fúror en los colegios italianos".

"Cuando en 1938 Mussolini tomó la decisión de salvaguardar el patrimonio artístico italiano prohibiendo la importación de historietas norteamericanas, Nerbini asumió la responsabilidad de italianizar al héroe legendario que me daba de comer, encargando los dibujos a artistas locales. Fue así como, en colaboración con el pintor Giove Toppi, dibujé toda una nueva serie de aventuras fantásticas en las que Flash Gordon, enamorado de Neria, volaba en un misil -sí, ya entonces- y descubría un temible planeta poblado por hombres-halcones".

"Este nuevo trabajo me obligó a instalarme en Florencia. Florencia es una ciudad que me marcó violentamente. Como una mujer a la que hubiera amado para dejarla depués sin saber por qué. Ciudad de tumbas y de sepulcros, su atmósfera mágica, angustiosa, me embrujó a tal punto que todavía hoy no puedo oír su nombre sin sentir un miedo inexplicable".

Fellini pagó nuestros cafés y se puso en pie. Juntos iniciamos un largo paseo hasta llegar a la plaza de Navona. Fellini se detiene allí donde el encuadre del espectáculo era perfecto.

-Uno de los grandes lugares del mundo -murmura Fellini, con ese tono ligero con el que a veces trata de disimular su emoción-.

-Sí -le contesto-, pero sin olvidar la Place de la Concorde.

-Ni la placita esa donde creo que tenía un estudio Gericault.

-La Place Fürstenberg.

-Exacto. Sin embargo, ésta me parece superar con mucho a todas las plazas del mundo.

Después de un breve silencio, Fellini reanuda el paseo y añade:

-A Roma hay que amarla como yo la amo. Pero nunca vengas a vivir aquí. En Roma, el hombre culpable olvida sus pecados. Y eso, a la larga, puede ser muy negativo.

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