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Los moros

Jorge M. Reverte

Manolo García conducía su coche por la carretera de Burgos cuando una furgoneta le embistió por detrás. Como vio a tiempo por el espejo retrovisor lo que se le venía encima, pudo salir ileso del empellón. Salió del coche hecho un basilisco y pudo contemplar la encarnación del concepto siniestro total en su vehículo.Del otro vehículo se bajó un moro. Y detrás del moro, un montón de moros. Manolo comenzó a gritarle al moro. Unos cuantos espontáneos se sumaron a su queja. Una señora, que declaró ser madre, se abalanzó sobre el moro primero y le abofeteó. Llegaron dos guardias civiles y le montaron al moro una de cuidado. Llegó una grúa y le pidió al moro una cantidad astronómica por llevarle el coche al taller.

El moro y los demás moros comenzaron a sentir que el mundo se les había echado encima.

Manolo García, que estaba hecho un basilisco, no tuvo más remedio que interponerse entre la madre y el moro, pedirles a los guardias su identificación y amenazarles con una denuncia, y explicarle al de la grúa que como le facturara lo dicho al moro se le iba a caer el pelo.

El moro acabó refugiado, con toda su familia, tras las anchas espaldas de Manolo.

Manolo acabó harto de la bronca. Sin coche y sin poder montarle al moro el lío que el moro se merecía por ir a demasiada velocidad en una caravana de fin de semana.

Manolo está hasta las narices de que no le dejen enfadarse con un moro, ni con un negro, ni con un sudaca. Porque, cada vez que se enfada con uno, acaba teniendo que defenderle de los que le dan la razón.

Manolo y yo pedimos públicamente que se nos conceda el derecho a llamar hijoputa a un moro como si fuera un hijoputa alemán de raza aria. Pedimos que nadie nos ayude.

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