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MANUEL DE LOPE Ultraterrena

Mucha gente no cree en fantasmas, y yo tampoco. La física moderna no contempla esa eventualidad, aunque en el minucioso examen de las últimas partículas se descubren rastros inciertos, sombras inexplicables, destellos efímeros, señales que emite la materia a modo de mensajes, como si en último término estuviera previsto que quienes no creemos en los fantasmas también nos podemos equivocar. Pongamos que más allá del electrón no hay nada, sólo números. Por mucho que afilemos la mirada perfeccionando instrumentos, nada se manifiesta. Los cataclismos infinitesimales provocados bajo tierra, en los túneles de alta energía, no logran hacer salir al fantasma de su reducto primordial. La ciencia persigue la explicación racional de los fenómenos con el auxilio de un sistema de prótesis matemáticas, pero el público funciona de otro modo y necesita otras alegorías. En nuestro tiempo, los imagineros de mayor impacto popular diseñan mascotas. Si algún día se! logra desvelar el enigma de la materia será para descubrir que Dios es un topo que lleva una camiseta estampada con la ley de la relatividad.Todos estamos de acuerdo en que la física de las partículas roza las fronteras de lo invisible, en el sentido fantasmal de la palabra. Otro tanto sucede con las grandes magnitudes que abarca la astronomía. Yo duermo con la ventana abierta, y el suntuoso fantasma que cubre el universo me saluda con una estrella fugaz. Del espacio exterior sólo sabemos que se prolonga y se expande sin que se hayan llegado a calcular sus límites, y he comprobado que ese pensamiento favorece mucho el sueño, porque uno se siente formar parte del viaje, sin grandes aspavientos, confortablemente instalado en una cama, mientras el paisaje va girando lentamente en tomo a la estrella polar. El día es amplio y caluroso, la noche inmensa. Las partículas que más nos preocupan en verano son la erupción de granos provocada por una intoxicación. Pero dejemos de lado la impertinencia cotidiana de mayonesas desvaídas y diarrea estival. El verano europeo es una estación intensa, al borde de la ruptura psicológica, donde el instinto colectivo de gloria y catástrofe persigue la muerte estrepitosa en carretera o el éxtasis en la playa por incineración solar.

Dicen que el diablo se manifiesta a mediodía, anunciado por un remolino de viento seco, en el instante mismo en que los objetos no proyectan sombra, con el sol en vertical. Supongo que se trata del diablo en su ambición majestuosa, cuya mascota aún está por diseñar. El diablo es un fantasma que recibe muchos nombres. El Señor de las Moscas es su título nobiliario (Pedro Botero es su nombre plebeyo, con el que figura inscrito en el registro civil). Le acompaña el zumbido de un enjambre de moscas y un hedor como a cecina mal curada. Cualquiera que sea el resplandeciente misterio que rodea la leyenda del diablo a mediodía, su encarnación más evidente es esa mosca verde, asquerosa y veraniega que acude a las heces fecales lo mismo que al caviar. En algunos cuadros religiosos de dudosa interpretación figura sobre el manto de la Virgen (la Virgen de la Mosca, conozco tres ejemplos, uno de ellos incierto, porque no sé si se trata de una mosca pintada o de una mosca estampada en la tela por el palmetazo de algún sacristán). La paz gótica y la perspectiva azul de colinas y valles se ven turbadas por la presencia, al principio inadvertida, de la mosca. Desde el momento en que se descubre su presencia se intuye que en la aparente serenidad del lienzo algo funciona mal. Sabemos de misas negras, de ceremonias diabólicas. Hay un capítulo entero de pintores tortuosos que respondían al encargo de pintar un cuadro religioso introduciendo subrepticiamente la iconografía del diablo en la virginidad de Nuestra Señora, bajo la forma heráldica de la mosca caballar.

Y de las moscas paso a hablar de la hora de la siesta, siguiendo una lógica evidente y comprobada. Cierta ley, que llamaremos ley del descanso incompleto, exige que a la hora de la siesta haya al ' menos una mosca presente en la habitación. No se sabe exactamente si cumple una función o si el incordio es gratuito. Lo cierto es que su impertinencia y la ira que provoca mantienen alerta la dosis de agresividad que los biólogos estiman necesaria para la vida (de otro modo se puede fallecer por exceso de paz y de reposo durante el proceso de digestión). Sin embargo, la hora de la siesta es hora de otros fantasmas. En la penumbra, cuando el funcionamiento del cerebro alcanza ese límite incierto que el vulgo llama modorra, descubro el brillo del pez que habita en los espejos. Borges lo tiene por animal fantástico. Es pez sensual, sutil, de vientre plateado, de líneas alargadas, chato a veces. En ocasiones se le puede descubrir, reducido de tamaño, prisionero en el destello de una copa de licor. Se supone que es visión causada por el calor y por el ocio, aparición que no entraña peligro, salvo la incertidumbre de que el fenómeno vuelva a repetirse y la penumbra se agite de nuevo con una leve ondulación. Siempre han sido los espejos un mundo impenetrable, relacionado con el universo acuático, lo mismo que la contemplación de. las nubes se relaciona con el deseo de volar. A la hora de la siesta, el pez que habita los espejos permanece inmóvil, esperando que en la superficie bruñida que separa ambos mundos llegue a posarse la mosca que nunca logrará atrapar.

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Se decía antiguamente que la función del cerebro consistía en refrescar la sangre del corazón. Hoy sabemos que desde el punto de vista fisiológico eso no es cierto, ni aun en los calvos, y que el cuerpo posee otros sistemas térmicos mucho más ordinarios, como por ejemplo sudar. Sin embargo, desde el punto de vista emocional, el cerebro en activo alivia enormemente las altas temperaturas que sin cesar produce el sentimiento, aficiones que calientan la sangre, tensiones particulares, fantasías donde intervienen moscas, diablos, peces tímidos, divinas partículas liberadas en el túnel de la materia y toda suerte de ingeniosas interpretaciones de la realidad. Este artículo es bastante ultraterreno por falta de refrigerio, por no tener a mano ni horchata ni cerveza, ni siquiera el auxilio monótono de un buen ventilador. Con el fresco de la noche llega la tentación de añadir un fantasma ultramarino. Su espíritu es potente y alargado, solitario, regular como un cronómetro, indiferente a las fiestas estivales y al minucioso alboroto de las terrazas junto al mar. Su idioma es un reflejo intermitente en la respiración de las olas, recortando el perfil de la costa con una breve avaricia, dejando intactas las sombras mayores, porque el símbolo del mar es oscuro en el horizonte nocturno y en profundidad. La luz del faro es un fantasma tremendo, señor de horca y cuchillo, preso en la torre donde, logró encerrarle en una red de varios miles de vatios algún atrevido técnico naval. Pero ya dije al principio que no creo en los fantasmas aunque durante el sueño, mientras el faro gira, empiece otro desfile mucho más singular, circense y majestuoso. Son fantasmas personales, carne de diván, restos diurnos y espíritus arcaicos, y sólo con ayuda de la aurora podré descifrarlos mientras compartimos desayuno y conversamos la aurora y yo.

Manuel de Lope es escritor.

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