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Epidemia

Cebada / Manzanares, Rincón, Finito

Toros de José Cebada Gago, bien presentados, bonitos de lámina y capa, inválidos y aborregados.

José Mari Manzanares: estocada caída a toro arrancado (bronca); pinchazo, estocada ladeada y rueda de peones (silencio). César Rincón: estocada corta (silencio); tres pinchazos y estocada (silencio). Finito de Córdoba: dos pinchazos y cuatro descabellos (silencio); estocada trasera ladeada y rueda de peones (silencio). Plaza de Vista Alegre, 21 de agosto. Octava corrida de feria. Tres cuartos de entrada.

Los toros de Cebada Gago también se caían. O sea, que aquí se cae todo. Pues sépase que lo de Cebada Gago no se solía caer. Lo de Cebada Gago se caracterizaba por su encastada simiente que producía toros de bravura, codicia y poder, dentro de un orden. De manera que si lo de Cebada Gago se cae igual que lo de todo el mundo, aquí hay epidemia.Aunque no se sabría decir si la epidemia es de toros o es de golfos. Depende de cómo se mire y depende de cuáles pudieran ser los resultados de una investigación del problema abordada en regla, que correspondería al Ministerio el Interior, hermanado con el de Sanidad. De un lado, veterinarios y otros hombres de ciencia para investigar orinas, salivillas, higadillos, riñonadas, todo eso; de otro, justicias para levantar atestados, registrar corraletas, someter taurinos a hábil interrogatorio.

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El caso es rarísimo. Si hay epidemia nadie sabe cómo ha venido ni la ciencia veterinaria la ha llegado a detectar. Tan eficaz respecto a otras especies, en ésta del toro es lega total. Bastan un gallo que no canta, un conejo que mira de soslayo, un caballo que estornuda, un cerdo que ronca en fa, y ya está la ciencia veterinaria dictaminando pestes diversas, la aviar, la equina, la porcina, mientras las autoridades se aprestan a recomendar fármacos, imponer tratamientos, decretar cuarentenas. En cambio los toros se les caen a los veterinarios y a las autoridades cada tarde delante de sus narices, y no se enteran de nada.

Lo de Cebada Gago cayéndose, tal como acaeció en la corrida de Bilbao, debería provocar la alarma en autoridades y veterinarios, pero ni por ésas. Fue, en definitiva, una corrida más. El redondel vizcaíno convertido en revolcadero, donde cada tarde los toros pegan volatines y se rebozan en la parda arena, iban transcurriendo las sucesivas lidias sin otra novedad que el aburrimiento. Manzanares no se atrevía para nada con el primer toro y al cuarto se decidió a darle dos naturales más dos redondos, entre zapatillazos, carreritas, tironeos y suspiros. César Rincón le metió pico mucho al segundo y al quinto lo toreó por naturales, aunque no les cogió ni el ritmo, ni la distancia, ni el aire a ninguno de los dos. Finito de Córdoba ofreció una muestra somera de cómo se torea con gusto a la verónica, ensayó algunos naturales y redondos de los que pocos resultaron buenos, y concluyó sus trasteos sin haber construido faenas con fundamento.

Y para lidiar estos toros inválidos -que eran, sin embargo, bien hermosos, guapos de cara, bonitos de capa, castaños albardados casi todos- sacaban a la palestra el acorazado percherón cabalgado por fornido piquero, con su lacerante vara en ristre y tocado de espantable castoreño; acudían gentes de plata y les prendían garapullos donde suele doler; salían matadores coletudos provistos de muletaza fabricada en astillero y afilado espadón.

Una fuerza expedicionaria y un armamento desmesurados, evidentemente, para el menguado fuste del enemigo a combatir. Y, claro, el espectáculo era risible, por no decir bochornoso. Con esto hay que acabar. O los ganaderos garantizan la integridad de sus reses y los veterinarios y la autoridad acaban con la epidemia, o mejor que se suspendan las corridas de toros. Y si no, que las den sin picadores, a mitad de precio. Pues tal como se celebran ahora son una barbarie intolerable y una estafa.

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