La ciudad y la sangre
El barrio olímpico recibe el primer impacto del terror
Ya nadie dudará nunca que la Villa Olímpica es un barrio de Barcelona. La noche del domingo recibió su dosis de terror y de sangre, todo eso que también vertebra la historia de las ciudades. Los asesinos no dejaron sus bombas en un barrio fantasma, deshabitado, sino en el núcleo vibrante y feliz de las noches de este verano barcelonés. Desde los primeros calores, bandadas de ciudadanos descendían hasta el puerto olímpico en busca del mar y la ciudad nueva, ocupando sus terrazas, agolpándose en los restaurantes, vagando con pereza nocturna entre los parques y las avenidas. El Puerto Olímpico era este verano el cenit de la ciudad. Lo estrenaban los barceloneses después de la épica, tras haberlo alquilado para el gran evento. Durante todo el 92, ETA no pudo acercarse allí, a la ciudad alambrada. Cuando ese tramo urbano pudo recuperar su sosiego civil, su ociosa confianza, llegaron las bombas. ETA y su sucia elementalidad patriótica sólo actúan en medio de la felicidad.Esta mañana, las gentes del puerto levantan pesadamente los párpados y cuentan una vez y otra los mil detalles íntimos de la noche. Despejan escombros y apuntalan tabiques. Hay vidrios rotos y filtraciones de agua. El habitual saldo de ruina. Nadie va a comer aquí esta mañana: hasta el mediodía la policía ha mantenido acordonado el puerto, con un control férreo de las entradas y la salidas. No ha podido llegar el pan, ni el pescado fresco, ni la fruta y el corte de electricidad ha averiado hornos y frigoríficos. Pero la tregua forzada sólo
va a durar hasta la noche. Una especie de juramento civil y múltiple así lo comunica.-La comida, ETA sólo va a jodernos la comida.
La Galerna: aquí pegó fuerte el terror. Aplastó a un hombre que lucha por salvar la pierna y derrumbó a una mujer embarazada. No hay temor por sus vidas. Pero, como sucede casi siempre, la sangre pudo multiplicarse. Ahí está para constatarlo una enorme tubería de gas, que aguantó de puro milagro el impacto cercano de la bomba: todo lo que la rodea está completamente destrozado. El tablero de las comandas muestra. la habitual fisonomía congelada del curso quebrado de las cosas: cuelgan filetes y lubinas que no llegaron a servirse, vinos sólo descorchados, precios parciales cuya suma no se concretó. La mesa número cinco, la del hombre aplastado, no figura en el tablero. Acababan de llegar al restaurante: sólo probaron el terror. El propietario de La Galerna no sabe cuándo podrá volver a abrir. Mira fijamente un lienzo de intrepidez muy kistch, un frágil velero azotado por los vientos y la tempestad. La galerna, obviamente.
-Habrá que ver. Me preocupa cómo habrá quedado el edificio por dentro. Habrá que ver los peritajes. Yo, ¿sabe?, me enteré de la bomba cuando la bomba explotó. A mí me avisó la bomba, que no la policía. No sé, quizá se hubieran podido evitar los heridos. Quién sabe...
La onda expansiva de la no-. che se extiende por el puerto y más allá de los diques. Otra bomba aparece en una cafetería cercana a la Torre Mapfre, una de las dos torres gemelas de la Villa Olímpica. La desactivan sin mayor problema. Los rumores, sin embargo, erizan la mañana y cualquier fragor de ambulancias trae un gusto salado de zozobra. Por la tarde, ahora en el antiguo puerto, otra amenaza corta el tráfico y el aliento. Indudablemente, han vuelto. Han vuelto a la ciudad de Hipercor.
Esta noche, sin embargo, el puerto va a volver a iluminarse. Ya están llegando al Cocedero las pijotas, los chocos, la gamba blanca de Huelva, las cigalas gigantes del sur. El cazón sigue intacto en su adobo. Han aprovechado la hora baja para bruñir planchas, ahuecar neveras, falcar todas las mesas vacilantes. Riegan las terrazas y se levanta un polvo blanco, un hervor. Las gentes van a llegar y van encontrarlo todo dispuesto. El resto, como cada noche, ya será cosa suya.
El barrio olímpico tiene ya su primera muesca de dolor. Fue noticia porque durante tres semanas dio cobijo cómodo y hermoso a miles de atletas; lo siguió siendo este verano, ejerciendo como una suerte de Babilonia inusual y resplandeciente, con la bicicleta como transporte y la sonrisa morena como denominación de origen de lugareños y gentes. de paso. Todo eso fue antes de la bomba. Cuando todavía se dudaba de que esto fuera también la ciudad. Ahora ya no hay ninguna duda: el asesinato es su oficio y saben lo que hacen.
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